Gabriel Fernández Ledezma
Julio Torri
De funerales
Hoy asistí al entierro de un amigo mío. Me
divertí poco, pues el panegirista estuvo torpe. Hasta parecía emocionado. Es
inquietante el rumbo que lleva la oratoria fúnebre. En nuestros días se adereza
un panegírico con lugares comunes sobre la muerte y ¡cosa increíble y absurda!
Con alabanzas para el difunto. El orador es casi siempre el mejor amigo del
muerto, es decir, un sujeto compungido y tembloroso que nos mueve a risa con
sus expresiones sinceras y sus afectos incomprensibles. Lo menos importante en
un funeral es el pobre hombre que va en el ataúd. Y mientras las gentes no
acepten estas ideas, continuaremos yendo a los entierros con tan pocas
probabilidades de divertirnos como en a un teatro.
El mal actor de sus emociones
Y llegó a la montaña donde moraba el anciano.
Sus pies estaban ensangrentados de los guijarros del camino, y empañado el
fulgor de sus ojos por el desaliento y el cansancio.
—Señor, siete años ha que vine a pedirte
consejo. Los varones de los más remotos países alababan tu santidad y tu
sabiduría. Lleno de fe escuché tus palabras: “Oye tu propio corazón, y el amor
que tengas a tus hermanos no lo celes”. Y desde entonces no encubría mis
pasiones a los hombres. Mi corazón fue para ellos como guija en agua clara. Mas
la gracia de Dios no descendió sobre mí. Las muestras de amor que hice a mis
hermanos las tuvieron por fingimiento. Y he aquí que la soledad oscureció mi
camino. El ermitaño le besó tres veces en la frente; una leve sonrisa alumbró
su semblante, y dijo:
—Encubre
a tus hermanos el amor que les tengas y disimula tus pasiones ante los hombres,
porque eres, hijo mío, un mal actor de tus emociones.
La balada de las hojas más altas
A Enrique González Martínez
Nos mecemos suavemente en lo alto de los tilos
de la carretera blanca. Nos mecemos levemente por sobre la caravana de los que
parten y los que retornan. Unos van riendo y festejando, otros caminan en
silencio. Peregrinos y mercaderes, juglares y leprosos, judíos y hombres de
guerra: pasan con presura y hasta nosotros llega a veces su canción. Hablan de
sus cuitas de todos los días, y sus cuitas podrían acabarse con sólo un puñado
de doblones o un milagro de Nuestra Señora de Rocamador. No son bellas sus desventuras.
Nada saben, los afanosos, de las matinales sinfonías en rosa y perla; del sedante
añil del cielo, en el mediodía; de las tonalidades sorprendentes de las puestas
del sol, cuando los lujuriosos carmesíes y los cinabrios opulentos se disuelven
en cobaltos desvaídos y en el verde ultraterrestre en que se hastían los
monstruos marinos de Böcklin. En la región superior, por sobre sus trabajos y
anhelos, el viento de la tarde nos mece levemente.
Para aumentar la cifra de accidentes
Un hombre va a subir al tren en marcha. Pasan
los escaloncillos del primer coche y el viajero no tiene bastante resolución
para arrojarse y saltar. Su capa revuela movida por el viento. Afirma el
sombrero en la cabeza. Va a pasar otro coche. De nuevo falta la osadía.
Triunfan el instinto de conservación, el temor, la prudencia, el coro venerable
de las virtudes anti heroicas. El tren pasa y el inepto se queda. El tren está
pasando siempre delante de nosotros. El anhelar agita nuestras almas, y ¡ay de
aquel a quien retiene el miedo de la muerte! Pero si nos alienta un impulso
divino y la pequeña razón naufraga, sobreviene en nuestra existencia un
instante decisivo. Y de él saldremos a la muerte o a una nueva vida, ¡pésele al
Destino, nuestro ceñudo príncipe!
La humildad premiada
En una Universidad poco renombrada había un
profesor pequeño de cuerpo, rubicundo, tartamudo, que como carecía por completo
de ideas propias era muy estimado en sociedad y tenía ante sí brillante
porvenir en la crítica literaria. Lo que leía en los libros lo ofrecía
trasnochado a sus discípulos la mañana siguiente. Tan inaudita facultad de
repetir con exactitud constituía la desesperación delos más consumados
constructores de máquinas parlantes. Y así transcurrieron largos años hasta que
un día, en fuerza de repetir ideas ajenas, nuestro profesor tuvo una propia,
una pequeña idea propia luciente y bella como un pececito rojo tras el irisado
cristal de una pecera.
El descubridor
A semejanza del minero es el escritor:
explota cada intuición como una cantera. A menudo dejará la dura faena pronto,
pues la veta no es profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor
metal, del oro más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos
ocupándonos en un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del
pensador que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de
su verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante todo
un descubridor de filones y no mísero barretero al servicio de codiciosos
accionistas!
A Circe
¡Circe,
diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos. Mas no me hice amarrar al
mástil cuando divisamos la isla de las sirenas, porque iba resuelto a perderme.
En medio
del mar silencioso estaba la pradera
fatal. Parecía un cargamento de violetas errante por las aguas.
¡Circe,
noble moza de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a
perderme, las sirenas no cantaron para mi.
Julio Torri
Nació en
Saltillo, Coahuila, en 1889. Estudió derecho en la Escuela Nacional de
Jurisprudencia e hizo el doctorado en letras en la UNAM. Junto con Pedro
Henríquez Ureña, José Vasconcelos, Antonio Caso, Alfonso Reyes y otros
escritores integró el Ateneo de la Juventud. Al ocupar José Vasconcelos la
Secretaría de Educación Pública, Torri, como director del Departamento
Editorial, publicó la bien conocida colección de autores clásicos universales.
Fue profesor en la Escuela Nacional Preparatoria durante 36 años y en la
Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM hasta 1964. Perteneció desde1952 a la
Academia Mexicana de la Lengua. Murió en la Ciudad de México en 1970.