Dos claveles, seis rosas blancas y ocho gerberas
La niña lloraba con
fuerza sobre la espalda de su padre, envuelta en una manta gris que evitaba que
se cayera al piso y tener que cargarla en brazos también.
El padre desfilaba de
calle en calle ofreciendo un absurdo surtido de flores: dos claveles, seis
rosas blancas y ocho gerberas. La niña continuaba con su llanto. Consiguieron
vender los dos claveles y una rosa blanca a una señora que miraba con sentimentalismo
a la niña que no paraba de lamentarse.
Mientras el padre
compraba agua y un pan, la niña cesó su llanto; miraba con ojos cristalizados
el dinero que el padre le daba a un hombre y esté miraba la mucosidad arriba
del labio superior de ella.
Sobre una banqueta el
padre puso a la niña y a la cubeta con flores, se sentó a tomar el desayuno;
partió el pan en dos, intencionalmente desproporcionado, el pedazo más chico
era para ella que comenzaba a desaparecerlo, casi no lo masticaba, lo tragaba.
El padre la miraba y pensaba en sus, ahora, cinco rosas y ocho gerberas.
Antes de continuar con
su recorrido diurno, la niña volvió a llorar, abriendo la boca de tal forma que
su padre alcanzó a ver el pan que quedaba entre sus dientes. Le inclinó la
botella de agua y la niña sorbió hasta saciarse. El llanto cedió al silencio y
sus ojos a la contemplación de las casas, el cielo y la gente.
Al detenerse delante de
la iglesia, vendió las cinco rosas, esperó vender las ocho gerberas y las ofrecía
a los paseantes. Con su boca, la niña emitía ruidos que querían simular la
pregonería de su padre. La niña tenía sed y lloró. Su padre le acercó la
botella de agua y ella tomó.
Era tarde, sus ocho
gerberas seguían en la cubeta, unas de color rosa, otras amarillas y las demás
naranjas. Regresaron a su casa, en el camino compró masa de maíz, y le dio a la
niña un poco. La puso sobre su espalda entre-lazada con la manta gris y
partieron a las afueras de la ciudad.
Al llegar a su casa
hizo algo de comer para él y para la niña. Ella lo miraba mientras comía,
jugaba y se reía. El padre masticaba su tortilla cuando en medio de la
habitación vio a sus ocho gerberas que se secaban. Buscó la botella de agua, ya
estaba a la mitad, no tenía nada que tomar más que ese medio litro, volteó a
ver a la niña, ella lo veía y masticaba, regresó la vista a la cubeta, las ocho
gerberas se secaban y sus pétalos se decoloraban y los tallos se marchitaban.
El padre esperó a que
llegara la noche. En ese ambiente la niña se dormiría.
La niña comenzó a
llorar, miraba al padre, miraba la botella de agua, su mano apuntaba el agua y
luego se limpiaba su cara quitándose las lágrimas, manchándose de mugre.
El padre se culpaba de
pensarlo, de dudar si era mejor dar de beber a la niña o refrescar a las ocho
gerberas. La niña lloró con más fuerza, con gritos, con las dos manos en los
ojos. El padre, al fin, tomó la botella, la acercó a ella y bebió más de lo que
él esperaba.
Lo poco que quedaba de
agua pensó en echarlo a las ocho gerberas, era muy poca, él se la bebió. La
niña lo miraba, comenzó a quedarse dormida con una tenue sonrisa en su boca.
El padre se lamentaba
en silencio, por sus ocho gerberas que amanecerían marchitas, y sacó la cubeta
de su casa. Afuera arrojó sobre el piso las ocho gerberas y fue cuando empezó a
llover. El padre miró al cielo, sintió sobre su rostro el agua, era un agua
caliente, las gotas azotaban el tejaban de aluminio y la niña emprendió un
nuevo llanto.
Me pones de nervios
A Melina González Aldana
En la cueva negra, el
carbonero se cubría la nariz y la boca con la bufanda ennegrecida, tanto como
sus manos, su rostro, sus ojos y su cabello castaño que se olvidaba de serlo.
Sacó su última ronda de carbón y se lo llevó a su mujer que observaba pasar el
tren por enfrente de su casa, el perro también miraba el tren y ahora el hombre
lo miraba, pero su hija enferma, encerrada en uno de los cuartos, sólo podía
escuchar las vías crujir con las tablas y el fierro. El tren dejó de verse, la
mujer siguió embolsando el carbón, el perro miraba al carbonero y él también se
miraba en un espejo mientras su hija enferma comenzaba a murmurar una oración.
- Algún día me voy a
echar a las vías para que el tren me lleve al carajo.
La mujer lo miró con
pena, con vergüenza, pensó si su hija enferma lo habría escuchado, seguramente
sí, pero no le habría entendido.
- Cállate, Dios no
quiera – dijo y el perro movió la cola pensando que le llamaban.
Se llama dios el perro.
Su hija enferma le puso ese nombre cuando lo vio hace unos años corriendo por
las vías y ella comenzó a gritar ¡Dios, Dios! Y el perro corrió hacia la casa a
quedarse.
- ¿Cuál Dios? – dijo el
carbonero y dios movió una vez más la cola – Si, quizás un tren me lleve con Él
y me dé un aventón.
- Te callas, la niña te
va oír.
- Está bien, mañana
saldré temprano, antes del amanecer por más mezquite para los próximos días.
En la mañana, al
despertarse, el perro ya lo miraba mientras se vestía. El carbonero contempló
con tristeza a su mujer mientras dormía con la boca abierta y la saliva
escurriendo. Quiso entrar al cuarto de su hija enferma pero lo dudó ya que
podría despertarla con el ruido o por culpa de dios que le lamería el rostro.
No entró.
Al salir de la casa el
perro lo seguía por las vías, mientras él iba por la banqueta. “En unos siete
minutos saldrá el sol”. Pensaba el carbonero cuando también suponía que no
tardaría un tren en pasar.
Y el tren ya venía
emitiendo un ruido constante, y dios corrió hacia su dirección, en medio de las
vías.
- Ven, ¡perro ven!...
¡ven dios! ¡dios!... ¡Dios!
El perro se estrelló
con el tren emitiendo un grito casi humano, casi como la voz del carbonero.
La mujer escuchó el
ruido, “Este hombre ya me dejó”. Salió y vio que junto a las vías estaba
encorvado el carbonero, se acercó y miró a dios muerto con los ojos casi afuera
de sus cavidades y el hocico abierto. La mujer sintió alivio de que fuera el perro
y no su marido.
- Pobre dios, pobre dios…
- ¡Mira mujer! Que
hermosos ojos tenía.
- Sí y dejó sola a mi
hija, mugroso dios.
La mujer regresaba a la
casa por la pala para enterrar y esconder al animal. El carbonero se encaminó
de nuevo por el mezquite, pero ahora sobre las vías, se volteó y le gritó a su
mujer.
- ¡Algún día yo también
me voy a echar para que me lleve el carajo…!
- ¡Cállate! Que me
pones de nervios…ay… Dios.
La hija enferma
alcanzó a escuchar a su madre y empezó a
hablarle al perro en un susurro, como si supiera que dios estaba destrozado por
el tren con sus ojos bellos mirando al cielo que empezaba a clarear.
El bastón
Ella veía cómo su
hombre llegaba con los baldes de agua: derecho, cansado y viejo. Su nieta
corrió hacia él, le soltó una palmada en la pierna y el viejo rió, dejó los
baldes y se volvió a marchar.
Encorvada, en forma de
bastón, va la vieja apoyada en su bastón. Caminando con la vista en la tierra
húmeda, tanteándose de la orilla de su granja. Una marejada de sentimientos,
relacionados con su muerte, la han llevado a pensar que esta sea la última vez
que dará de comer a las gallinas y quitarles, a cambio, sus huevos.
-Hazte para allá,
pájaro- le dijo y la gallina le arrebató los granos de maíz.
Se llevó la charola de
huevos grandes y comenzó a llover. “Bendita sierra y sus nubes bajas” pensaba,
tal vez, porque esta sería la última lluvia, la que le enfermaría, pues le está
pegando sobre su espalda torcida, empapándosela y el viento voluble le entra
por el pecho.
- Métete, niña, te
mojas – le dijo y su nieta no se metió, siguió comiéndose el jitomate rojo y
fresco.
Al ver cómo la lluvia
se iba detrás de un cerro, se esforzó en recordar cualquier cosa, pero no lo
logró, sus ojos se mojaron.
Al anochecer, en la
cama, el esposo le hizo el amor, como siempre, como todas las noches; los
huesos de la anciana no dejaban de tronar, mientras el alma se le iba entre
cada vaivén de su hombre: derecho, cansado y viejo.
*
Víctor Hugo Ávila Velázquez
(Aguascalientes, México, 1986). Narrador. Ha colaborado en diversas revistas
culturales desde el año 2006. En el año 2010 publicó su primer libro de relatos
titulado “Retratos en marco de piedra”.