Gustav Klimt |
Última carta de Ambrose Bierce
A Víctor Valera Mora
Esta es la última carta que te escribo. No porque quiera, sino porque materialmente no puedo hacerte otra. La tinta está cara, lo sé, y tampoco ahora fabrican los lápices que me gustan. Ya no hay cuadernos como los de antes, muy anchos y de páginas blancas y suaves. Las estampillas han subido mucho, pero de cualquier modo ahora no las necesito, ni siquiera un sobre para meter la carta cuando esté terminada, porque en verdad ahora lo urgente es el tiempo, se acaba el tiempo y todavía no he empezado a escribir todas las cosas que debo decirte, aunque me exijo un enorme esfuerzo para mover las manos y sacarme el lápiz y el papel que llevo en los bolsillos.
Me cuesta solamente intentarlo, pero todo estará recompensado sabiendo que leerás mi carta como si fuese la primera misiva de amor que te envié desde aquella ciudad remota cuyo nombre olvidé; además en este instante todo se me borra en la memoria debido a la escasez del aire y a cierta incomodidad que no debiera representar un problema en un momento tan importante para nosotros como éste.
También me apena molestarte porque debes ser tú la que debes venir a buscar la carta, pues a mí me da vergüenza presentarme con esta corbata y este traje negro que no me pertenecen. Perdóname, desde el comienzo no he hecho más que lamentarme y hay tantas otras cosas en las cuales no es justo culparte de nada, pero has debido fijarte bien, cuando me viste en la cama no estaba muerto sino dormido, y delante de ti me taparon y metieron en este ataúd donde me cuesta mucho escribirte porque no hay luz y es bastante incómodo gritar en esta posición y sin el aire suficiente para rogarte que me saques de aquí.
Los dientes de Raquel
Raquel mordió una manzana, y todos sus dientes quedaron en ella. Fue a su casa con la boca sangrando a avisarle a su mamá. La mamá vino corriendo asustada a buscar los dientes de Raquel, y cuando llegó, los dientes se habían comido la manzana.
La mamá quiso recogerlos, pero los dientes se levantaron y se comieron a Raquel y a la mamá.
Después, los dientes volvieron a la boca de Raquel, quien muy hambrienta corrió a pedirle a su mamá que le comprara una manzana.
Un pez arrepentido
Frank Tor lloró tanto que se convirtió en pez. Después se arrepintió tanto de haber llorado, que odió ser pez (sus lágrimas no tienen valor en las profundidades del mar), y así, de tanto llorar de ser pez, Frank Tor es hoy el único hombre-pez que existe y se cree que jamás podrá ser encontrado para preguntarle porqué ha llorado tanto.
El hombre de los pies perdidos
Un día un par de pies que habían perdido su dueño entraron a un bar a tomar cerveza.
—Disculpen— dijo el portero. Aquí no puede entrarse sin zapatos.
—Ah, es verdad— dijeron los pies, y se regresaron a una zapatería. Ahí fueron muy bien atendidos: encontraron a unos zapatos que les calzaron de maravilla. Entonces se dirigieron nuevamente al bar, y el portero se alegró mucho de que los pies estuviesen ahora protegidos y elegantes.
El hombre que había perdido sus pies estaba muy incómodo, pues los necesitaba para ir a tomar cerveza; era mediodía y hacía un calor terrible.
El hombre se las arregló para llegar hasta un taxi, y pedirle lo llevara hasta donde quería ir. Al llegar a la puerta del bar, el portero le dijo:
—Disculpe señor. No se puede entrar sin pies.
—No puede hacerme esto— dijo el hombre. Es muy difícil encontrar unos pies a esta hora.
—No lo es— respondió el empleado. —Hace poco entraron unos aquí.
—Entonces deben ser los míos. Solemos tomar cerveza a esta misma hora. Déjeme entrar.
—No puedo— replicó el portero. —Mejor se los llamo. Espere aquí.
El portero se alejó a buscarlos, y el hombre pensó que era una gran suerte haber coincidido en aquel bar. Cuando el portero y los pies regresaron, el hombre no pudo reconocerlos, pues traían puestos unos extraños zapatos.
—Qué desea?— preguntaron los zapatos.
—Quiero saber si esos son mis pies— respondió el hombre. Los necesito para entrar al bar.
Entonces los zapatos comenzaron a desamarrar sus trenzas.
Al instante, los pies estuvieron descubiertos, y con gran sorpresa el hombre vio que no eran los suyos. Los pies volvieron a calzar sus zapatos y, muy contentos de no pertenecer a nadie, regresaron al bar.
El hombre aún no ha podido tomarse esa cerveza.
El idiota
Cuando el sabio señaló la luna, el idiota se quedó mirando el dedo del sabio, y vio que se trataba del índice. Era un dedo arrugado, envuelto en una epidermis desgastada, cuyo tejido anterior se hacía tan fino que el espesor de la sangre, fragmentado en pequeños puntos rojos, se dividía a su vez en forma de tabique, debido a las líneas irregulares que en grupos de cinco separaban las falanginas de las falangetas. Por la parte posterior, en la superficie de los nudillos, estas líneas eran más numerosas y parecían nervaduras de hoja, pues el sabio era tan viejo que la piel del nudillo era un pellejo de consistencia inerte, y hasta tenía ciertas marcas de los mordiscos leves que el sabio le había dado en los momentos de reflexión.
En los demás dedos del sabio había ciertos vellos que el idiota apenas podía registrar con el ojo. Tal era su concentración en el índice, distinto de aquellos por ser lampiño, con los poros más grandes y de una uña más pronunciada, curva y de una pátina tenue de amarillo. Su superficie se adivinaba casi tan lisa como la de un cristal, y brillaba. El contorno de la cutícula estaba perfectamente dibujado; no había en su línea cóncava ni el más mínimo desprendimiento. El nacimiento de la próxima uña, blanco y puntiagudo, formaba con la cutícula un óvalo que el sabio miraba a veces, encontrando en él una especie de centro universal cuyo significado desconocía. Se detuvo por fin el idiota en la parte superior de la uña, que coincidía exactamente con el nivel de la yema, y cuyo borde se inclinaba hacia abajo. Allí el idiota vio, perfectamente reflejada y redonda, a la luna.
Archivo de olvidos
A todos nos llegará el tiempo de la memoria, y cuando le llegue a Ernesto va a ser muy difícil para él.
Vive recordando que tiene que olvidar su pasado, y no piensa en el futuro porque le asusta la idea de olvidar los recuerdos que le deja el presente, su terrible presente, su archivo de olvidos.
Por eso, cuando llegue el tiempo de la memoria, Ernesto va a verse en el enigma de recordar lo que siempre ha tenido que olvidar.
Pequeño cielo
Cuando muera, no quiero ir a un cielo grande, de extensión inmensa y promesas cumplidas. No me engaño al saber que lo merezco: he sido bueno, he sacrificado mi vida por los demás y nunca he hecho mal a nadie, ni siquiera por olvido u omisión. He sido fiel a mi mujer y he creído en el Señor hoy, antes y después, por encima de todo creo en el Señor Todopoderoso, y que alguno de mi familia ha de seguirme.
Por todo ello, pido cuando muera ir a un cielo pequeño, privado, donde vuelva a encontrarme con mi padre y mi madre y ver cómo ellos se besan y aman, y entonces yo vuelva a estar en el vientre de mi madre, chupando con fruición el pequeño cielo de mi dedo pulgar.
Entre ángeles
Dos ángeles regresan volando, uno del cielo y otro del infierno, y coinciden por casualidad en una nube, donde se sientan a descansar.
—¿A dónde te diriges?— el pregunta al otro el que viene del cielo.
—Al cielo. ¿Y tú?
—Al infierno.
—¿Entonces que hacemos aquí?
—Pues nada— dijo el que venía del cielo. —Me imagino que contribuyendo al fortalecimiento de la naturaleza humana.
—Sí, estoy de acuerdo. Feliz viaje al cielo entonces, amigo.
—Y tú, que disfrutes de un buen recorrido por el infierno. Nos vemos aquí a tu regreso, en esta misma nube ¿te parece?
—Seguro.
Diálogo en un bar
—La vida no tiene sentido.
—De acuerdo: no lo tiene.
—Entonces, ¿para qué vivimos?
—Vivimos sólo para eso: para vivir, no hay más nada.
—O quizá para morir.
—No, eso es otra cosa. La muerte es independiente.
—Mientras vivimos vamos muriendo. Eso lo sabe todo el mundo.
—Pero no nos damos cuenta.
—Sólo cuando estamos viejos nos parece que es así, aunque ya sea tarde. No necesitamos ese consuelo porque ya hemos vivido.
—Por eso te digo: la vida no tiene sentido.
—Eso no puedo contradecirlo. Aunque lo dices con cierto tono fatalista.
—¿Fatalista yo?
—Sí. Hablas como si la vida tuviera que poseer un sentido. ¿Sentido de qué?, me pregunto.
—Pues de crear, de amar, de tener hijos... qué sé yo.
—Eso es otra cosa. Son cosas sin sentido también.
—Ahora el que suenas fatalista eres tú.
—Tal vez. Aunque nadie puede considerarme un escéptico.
—Ahora sí parece que estamos entrando en asuntos filosóficos.
—A lo mejor ese sea el mejor sentido de la vida: el de notar su sinsentido.
—No, eso me parece una paradoja fácil.
—Sí, una paradoja, pero no fácil.
—Como si fuésemos la broma de algún dios.
—Sí, algo así.
—Entonces estamos de acuerdo.
—De acuerdo.
—Hasta luego.
—Hasta nunca.
Inundación
Una mañana, la mujer de Tesalio lo despertó para decirle:
—Mi amor: estamos inundados.
—No importa— respondió Tesalio entre dientes, dando vueltas en la cama y sin poder abrir los ojos. —Sacamos el agua y asunto arreglado.
—Es imposible— replicó ella. —Estamos en el mar.
—Ah, entiendo— dijo Tesalio sin abrir los ojos.
Y se ahogaron.
Ocho cuentos mínimos
Dios
Dios mío, si creyera en ti, me dejaría llevar por ti hasta desaparecer, y me he dejado llevar y no he desaparecido porque creo en ti.
El hombre invisible
Aquel hombre era invisible, pero nadie se percató de ello.
Los 1001 cuentos de 1 línea
Quiso escribir los 1001 cuentos de una línea, pero sólo le salió uno.
La brevedad
Me convenzo ahora de que la brevedad es una entelequia cuando leo una línea y me parece más larga que mi propia vida, y cuando después leo una novela y me parece más breve que la muerte.
La prueba irrefutable
Hoy soñé que había muerto. Esa es la prueba irrefutable que dejo a los demás acerca de mi seguro paso por la tierra.
El laberinto
Al salir del primer tramo del laberinto, al hombre le esperaba lo más difícil en el segundo tramo: entrar a sí mismo.
El método deductivo
Al abrir el periódico, vio que el asesino le apuntaba desde la foto. Lo cerró rápido, antes de que la bala pudiera alcanzarle en la frente. Dejó el periódico a su lado, todavía humeante.
Hasta el infinito
Aquel señor pensaba tanto en el infinito, que una tarde se quedó dormido y desapareció.
Selección de Virginia Vidal.
***
Gabriel Jiménez Emán (Caracas, 1950), escritor venezolano destacado por su obra narrativa y poética, la cual ha sido traducida a varios idiomas y recogida en antologías latinoamericanas y europeas.
Vivió cinco años en Barcelona y ha representado a Venezuela en eventos internacionales en Atenas, París, Nueva York, México, Sevilla, Salamanca, Oporto, Buenos Aires, Santo Domingo, Ginebra y Quito. En el terreno cuentístico es autor de Los dientes de Raquel (La Draga y el Dragón, 1973), Saltos sobre la soga (Monte Ávila, 1975), Los 1001 cuentos de 1 línea (Fundarte, 1980), Relatos de otro mundo (1988) Tramas imaginarias (Monte Ávila, 1990), Biografías grotescas (Memorias de Altagracia, 1997), La gran jaqueca y otros cuentos crueles (Imaginaria, 2002), El hombre de los pies perdidos (Thule, España, 2005) y La taberna de Vermeer y otras ficciones (Alfaguara, Caracas, 2005) Había una vez…101 fábulas posmodernas (Alfaguara, 2009) y Divertimentos mínimos. 100 textos escogidos con pinza (La parada literaria, Barquisimeto, 2011), Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (Ediciones Rótulo, San Felipe, Estado Yaracuy, 212), Cuentos y microrrelatos (Monte Ávila Editores Biblioteca Básica de Autores Venezolanos, Caracas, 2013), Gabriel Jiménez Emán. Literatura y Existencia. Valoración Múltiple de su obra Varios autores (Imaginaria, San Felipe, estado Yaracuy, 2013).
En el campo novelístico es autor de La isla del otro (Monte Ávila, 1979), Una fiesta memorable (Planeta, 1991), Mercurial (Planeta, 1994), Sueños y guerras del Mariscal (Tres ediciones: Sueños y guerras del Mariscal, Ediciones B, Bruguera, Caracas, 2007; Sueños y guerras, Fondo Editorial Eugenio Espejo, Quito, Ecuador, 2010; Sueños y guerras, Alba Bicentenario, Narrativa, Editorial Arte y Literatura, La Habana, Cuba, 2012)), Paisaje con ángel caído (Imaginaria, 2004) y Averno (El Perro y la Rana, 2007), Hombre mirando al sur. Tributo al jazz (Imaginaria, Coro, estado Falcòn, 2014)
Sus libros de ensayos literarios son Diálogos con la página (Academia Nacional de la Historia, Caracas, 1984), Provincias de la palabra (Planeta, Caracas, 1995), Espectros del cine (Cinemateca Nacional, Caracas, 1998), El espejo de tinta (Fondo Editorial Ambrosía, Caracas, 2007), Una luz en el camino. Fundamentos de ética para adolescentes (Biblioteca Básica Temática, Ministerio del Poder Popular para la Cultura, Caracas, 2004), El contraescritor (Editorial El perro y la rana, Caracas, 2008) e Impreso en la retina. Crónicas de un adicto fílmico (Universidad Experimental de Yaracuy, San Felipe, Estado Yaracuy, Venezuela, 2010).
Es autor de los libros de poesía Materias de sombra (Premio Monte Ávila de Poesía, 1983), Narración del doble (Fundarte, Caracas, 1978), Baladas profanas (La oruga luminosa, San Felipe, Estado Yaracuy, 1993) y Proso estos versos (Círculo de Escritores de Cojedes, 1998), Historias de Nairamá (Fondo Editorial del Caribe, 2007), Balada del bohemio místico. Obra poética 1973-2006 (Monte Ávila Editores, Caracas, 2010).
Ha realizado una amplia labor como investigador y antologista, entre cuyas obras se encuentran: Relatos venezolanos del siglo XX (Biblioteca Ayacucho, 1989), El ensayo literario en Venezuela (La Casa de Bello, Caracas, 1988), Mares. El mar como tema en la poesía venezolana (Banco Unión- Ateneo de Caracas, Premio ANDA, 1990), Ficción Mínima. Muestra del cuento breve en América, (Fundarte, Caracas, 1996), Noticias del futuro. Clásicos literarios de la ciencia ficción (Fundación Editorial El perro y La rana, 2010), En Micro. Antología del microrrelato venezolano (Alfaguara, Caracas, 2010). Es traductor de poesía de lengua inglesa y editor independiente. Dirige la revista y las ediciones Imaginaria, dedicadas a lo inquietante y lo fantástico. Dirige Imagen. Revista latinoamericana de Cultura, publicación del Ministerio del Poder Popular para la Cultura (Caracas, Venezuela, 2013).
Gabriel Jiménez Emán |