PIEL SOBRE PIEL
Me agoté después de un día
de búsqueda por toda Valdivia. Golpeé a
la puerta que anunciaba «Hospedaje» en letras desiguales sobre un papel pegado
en la ventana. La habitación en el segundo piso era pequeña y limpia, no me
importó la ausencia de muebles, sólo reparé en el único ventanuco, allá en el
fondo por donde se colaba un resto de cielo.
Aterricé sobre la cama y mientras la tarde
declinaba tras la ventana, volví a recordar minuto a minuto nuestro tiempo
juntos, allá más al sur. Apenas te conocí me atrajo la morenidad de tu piel y
de tanto amarnos sentí que se incrustó en la mía. Amaba cada parte tuya, tus
ojos, siempre ardientes, tus dientes que brillaban en la noche y dejaban mapas
en mi cuerpo que luego te empeñabas en seguir. Tus manos de pianista que extendías
con facilidad de un bemol a otro en mis alturas.
Hacíamos locuras como
citarnos en medio de la naturaleza y hacer de ella un aliado amatorio, tendidos
en la hierba, embriagados con el olor a tierra mojada, me hablabas de colinas y
humedales. Me hacías descubrir sensualidad en el golpeteo de la lluvia o
incitación al placer con el rumor de las hojas. Reíamos con las nubes en
posturas caprichosas que tratábamos de imitar, así yo aprendía
contigo lenguajes paralelos. 1
Un día te fuiste, con un
adiós sin palabras. Te vi desaparecer a través de la ventana, tu sombra quedó
estampada en el cristal y tu piel tatuada en la mía.
Te seguí a Valdivia. A lo
largo de la costanera te busqué. En la brisa del Calle- Calle y en la flor de
las camelias respiré tu aroma. Crucé el puente hacia Isla Teja estirando los
pasos para adaptarlos a tus huellas. Tendida sobre los prados, rodé asida a tu
recuerdo, el brillo de tus ojos parecía vigilarme entre el follaje. Mi piel
ardía y el cansancio me venció.
Y aquí estoy, atravesada
sobre la cama mirando la ventanita por donde entran los rayos de la luna. Me
desnudo, y espero el baño de luz. Un temblor me recorre entera, siento tu mano
que toca la octava perfecta mientras la otra, en lento quehacer, se aloja en la
cintura, aprieta las caderas y de un repentino envión me apegas a ti. Y es tu
mano, y es mi mano, que busca, que toca. Es tu saliva y mi lengua que humedece
los labios. No hay gemidos compartidos, no hay viento, no hay lluvia, sólo un
completo desatino de los sentidos que, pasada la vorágine, termina con una
sonrisa. Una sonrisa que acompaña la redacción de un edicto imaginario. Yo, Eva
Mardones, no soy la costilla de nadie, no soy la piel de nadie. Antes de caer
rendida, miro el ventanuco, cuatro vidrios y una cruz de madera, símbolo
perfecto para un entierro.
Nota:
1.- Frase extraída del
cuento «Tu más profunda piel», de Julio Cortázar.
COMO ARCILLA ENTRE LAS MANOS
Nieva sobre París, el joven,
con el cuello del abrigo levantado, la cabeza descubierta blanca de copos, sube
de dos en dos los peldaños de la escalera que lo llevará al quinto piso, a su
buhardilla ubicada en una antigua construcción en el quartier 14. Detengo el
lápiz y cierro los ojos mientras lo imagino despojándose del abrigo y
sacudiéndose el pelo, estoy detenida en la imagen de tristeza que debe
presentar por la reciente discusión con su novia. Abatido, se deja caer sobre
una silla, apoya los codos en las rodillas y las manos frías sujetan la cabeza
que cae desarticulada. El agua escurre por su pelo negro y permanece así por largo
rato. Las imágenes se atropellan en mi mente, las palabras cabalgan unas sobre
otras y no logro encontrar la acción, el verbo que lo hará moverse. Levanta su
pelo con un brusco manotón, espanta la tristeza y se dirige a su taller. El
olor a arcilla húmeda pone en alerta todos sus sentidos, con placer hunde sus
dedos en la masa pardusca. Lo acompaño, lo observo. Hace una bola, haciéndola
girar entre las palmas húmedas. Se detiene, revisa unas figuras garrapateadas
en hojas sueltas. Yo busco en mi afiebrada mente la figura que modelará.
Levanto la cabeza, el lápiz suspendido sobre el cuaderno. Una mirada circular a
su taller muestra figuras femeninas gráciles, a punto de iniciar un movimiento.
Luego de estudiar sus bocetos vuelve a la arcilla, sus manos van dando forma a
una figura femenina, parece una bailarina porque tiene piernas largas, él las apoya
con delicadeza sobre la mesa y con un diestro movimiento articula sus pies en
una innegable cuarta posición de ballet. Los brazos, también largos, terminan
en unas manos algo grandes, entrecruzadas en la espalda. Del resto del cuerpo
no se preocupa demasiado, dedica más tiempo a la cabeza. Con ternura la gira
hacia atrás y levanta el mentón en actitud desafiante. Se retira un poco y la
observa. Me detengo, cierro los ojos y los observo a ambos. Escucho un chirrido
de frenos en la calle y pierdo la concentración y vuelvo a estar frente a un
escritorio, una taza de café vacía y algunos libros de esculturas que he estado
leyendo. Cierro los ojos y lo obligo a volver, debo hacer que termine la obra.
Las palabras vuelven al mentón y la actitud desafiante, la bailarina se muestra
con los ojos cerrados, el pelo tirante hacia atrás, es indudablemente negro
puesto que la cara presenta rasgos indígenas, pómulos altos boca de labios
generosos, aztecas, quizás sea una diosa como Chantico, la diosa del fuego, de
los volcanes, el arquetipo de la gracia femenina.
El joven mira embelesado a
su pequeña bailarina. Momentáneamente ha olvidado a su novia, todo su amor se
expresa en sus dedos. La bailarina está desnuda. En los bocetos se observa un
tutú de tul rosado y un lazo de satín, algo insólito para una escultura, sin embargo,
debo confesar que me encantaría que la vistiera. El artista se acerca a la
ventana, afuera sigue nevando. Tiene las manos agarrotadas por el frío. Rendido por las emociones y el cansancio se
derrumba sobre un sillón y en pocos minutos su respiración se hace profunda y
sonora. Duerme. Quizás sueña, sueña con su novia enfadada sueña que tiene la
cara de Chantico, la diosa que debe velar por mantener encendidos los fuegos
del corazón. Veo a la novia, hay frío en sus ojos, tiene nieve sobre el cabello
y lleva las manos enguantadas. Se acerca a la escultura, objeto de sus celos,
estira las manos, yo contengo el aliento, no podría soportar que le hiciera
daño. Chantico sabe defenderse, despide fuego por los ojos y sus labios se
contraen en un gesto de infantil crueldad.
Mi joven artista se agita en
el sueño, tiene la cara enrojecida y los puños apretados. Transpira.
Se escuchan insistentes
golpes en la puerta, el joven despierta sobresaltado. El lápiz resbala de mis manos
heladas. Afuera llueve, ha dejado de nevar. En el escritorio hay un aroma dulzón
a café. Cierro los ojos, busco concentrarme, ¡Qué ganas de saber quién golpeó a
esa puerta!
EL GRAN HERMANO
1984. Estudiaba yo en
Concepción. De la Universidad a mi pensión, cerca del puente, tenía como media
hora de camino. Cruzar la Diagonal, con la lluvia también en diagonal,
significaba llegar a la Plaza de los Tribunales empapada de pies a cabeza. Mi
chaleco de lana se podía estrujar y el peso hacía que la marcha fuera más
pesada. Difícil tomar un descanso en medio del enjambre de policías armados que
estaban en todas partes.
1984. El Gran Hermano nos vigilaba.
Llegar a la facultad cada día y verlos apostados en los cerros aledaños,
alteraba la concentración.
—¡Silvia! ¡Silvia! Zumbaba
desde lejos.
—Perdón, ¿es a mí?, pregunté
a una señora de cabellera con visos dorados, abrigo caro, que se sostenía sobre
unos enormes tacones y se ocultaba bajo un paraguas y unas gafas de sol, a
pesar de la lluvia.
—¡Prima! ¿no me conoces?
¡Soy la Fran, de Valparaíso!
—Hola, Panchita, no te
reconocí. Tan elegante, mujer
—Ya te cuento todo, primero vamos
a almorzar, estoy muerta de hambre ¿te gustan las pastas? Y sin esperar
respuesta me empujó al interior de una Trattoria.
Ni en mis sueños más felices
habría yo entrado a un restaurante como ese.
—Panchita, dime que haces
aquí.
—De primera, no me llames
Panchita ¡es tan ordinario! Hora soy la Fran, la señora Francisca Toledo de
Mendoza. Vivo aquí, mi marido es coronel de carabineros y está a cargo de la
seguridad de la ciudad
Los tortellini o ravioles o
como se llamen se me atragantaron. Tosí y palidecí, no sé qué fue primero.
¡Almorzando con el enemigo! parecía una película antigua. Creo haber visto al
mozo que se acercaba con un vaso de agua.
—…la estabilidad del
país…eliminar el cáncer marxista…esta ciudad está llena de terroristas. Tienes
que andar con cuidado Silvia…me llegaban restos de su perorata, como si
estuviera dirigiéndose a otra persona.
—¿Qué te pasa? Estás pálida.
—Son los pies mojados, mentí,
parece que es un resfrío.
—¡Pero, Silvita! ¿cómo andas
con eso zapatos delgados en un día de lluvia? Bueno, niña, tú y yo nos vamos de
compras. Pagó la cuenta, que vi de reojo, alcanzaba para dos meses de pensión,
y sobraba.
Y ahí estaba yo, sentada en
la cama, con dos pares de zapatos y dos chaquetas. Las manos me ardían, como si
hubiese recibido treinta denarios.
Antes de ponerme a llorar
apareció Taty, mi compañera “el ángel de las tomas” la llamábamos. Ella era una
chica linda, su dulzura era un bálsamo en medio del estrés y el miedo constante.
Llevaba y traía noticias, encargos, citaciones entre las facultades que
permanecían en toma. Etérea, siempre sonriente. Los pacos no la detenían,
caminaba entre ellos, sin miedo.
Le regalé un par de zapatos
y una chaqueta. No hizo preguntas. La amé por eso.
Un día se nos ocurrió hacer
una ronda alrededor de los pacos, el ojo vigilante del Gran Hermano, llevó la
noticia al mismísimo coronel que apareció rojo de ira por la burla y ordenó
disolver la manifestación con todo el aparato represivo disponible. Arrancamos
en desbandada, mojados con agua pestilente algunos, con heridas de balines
otros, tosiendo, vomitando por las bombas lacrimógenas. En medio de la
estampida vimos a un compañero que caía, una bomba le partió en dos la cabeza, y
quedó allí tendido, ante nuestro estupor. Un grupo se acercó a protegerlo, los
demás seguimos corriendo. Corrimos sin detenernos. La Taty, con la mirada
perdida, huía, despavorida.
Me detuve, a salvo en un
portal y la llamé.
—¡Taty! ¡Ya pasó! Pero no escuchó, su miedo era superior a su
entendimiento y siguió corriendo.
Este episodio me marcó,
dediqué más tiempo a los estudios, sin abandonar mis ideales. Soporté a las detestables
compañeras derechistas que nos ignoraban. A sus ojos, éramos completamente
invisibles.
Para cuando obtuve el título
de médico-cirujano, la democracia había vuelto, eso decían, aunque para mí, no
era más que una post-dictadura.
El coronel estaba por
enfrentar a la justicia. Mi prima cursaba una depresión severa y la querida
Taty, hacía servicio país en el sur.
*
María Isabel Quintana, chilena, patagona. Escritora tardía, inicia sus
actividades literarias en 1999, año en que obtiene la beca de creación
literaria del Consejo Nacional del Libro y la Lectura.
Publicaciones:
El
último dinosaurio y otros cuentos, 2002
Con la
muerte en la Cartera,
2003
En 2010 obtiene Premio
Especial de Escrituras de la Memoria del Fondo del Libro y la lectura por su libro
Vivir en Puerto Aisén.
Tiene publicaciones en antologías
chilenas y argentinas. Y publicaciones digitales en Chile, Argentina, Perú, España
y revistas de Francia, Alemania y Suecia.