Diecisiete
No me fui a
acostar temprano. Tenía planes y además, la luna estaba tan blanca que no podía
perderme el espectáculo. Me atrajo como a las mareas. Cuando el rocío comenzó a
humedecer mi piel más de la cuenta, me protegí bajo el alero de la galería.
Miré el reloj; todavía faltaban una hora. Busqué el vaso de vidrio alargado
donde había colocado una yerbera blanca para la ocasión. Me gustó haber
guardado su vela amarilla como recuerdo; servía para esa noche también. La mesa
estaba lista para el festejo. A la madrugada sopló un viento que me despabiló;
me habría quedado dormida, no supe bien. Percibí un aroma ajeno y a la vez
intenso, joven tal vez. Miré el reloj. Ya era la fecha. Fui a la cocina, Saqué
la torta de la heladera. Coloqué diecisiete velas sobre ella. Con un
encendedor, prendí una a una. Tardé una infinidad de minutos en hacerlo. Cada
vela me traía un recuerdo de ella. Cada vez me temblaba más el pulso. Cada vez
el perfume era más dulce. Prometí que no iba a llorar; los cumpleaños son para celebrarlos. Por
dentro me preguntaba cómo se festeja en época de duelo. Insistí. Los cumpleaños
son para celebrarlos. Repetí esa frase en voz alta varias veces hasta que la
voz no se quebró más. Aspiré profundo para soplar con ganas las velas sobre la torta.
Una ventisca suave como las alas de un ángel
sopló antes que yo y las velas se apagaron. Me reí, mucho. –Me ganaste
de mano –le dije a esa esencia con olor familiar.
Dieciocho
El jueves pasado te extrañé más. A la hora en la que solíamos almorzar, sobre todo. No puse tu plato sobre la mesa del comedor de diario pero sí cociné la comida preferida de tu mamá. ¿Te acordás? Fue la solución para que no la extrañaras. Ahora es mi plato favorito también. El jueves pasado me senté frente a la mesa baja del living. Me había servido sólo las arvejas, las que vos siempre me pasabas a mi plato para ver cómo rodaban. Te confieso que giré el plato para un lado y el otro. Una idea absurda como la que intenté enseguida. Cerré y abrí los ojos varias veces. Siempre con la misma intención e intensidad. Un esfuerzo inútil del que vos, sin embargo, te hubieras reído. Empecé a pinchar una a una las arvejas como hacías vos cuando te obligaba a comer toda la comida. Cada bocado me sacaba más el hambre; el aire. Respiré hondo. Habría sido mi aliento o tus ganas de estar cerca, no sé; la cortina del living se sacudió apenas. Me levanté de la mesa y me acerqué al ventanal. Me faltaba más el aire. Me apretaban los zapatos, las medias, el suéter, la camisa. Me quité casi todo. Así, poco cubierta como te vi la última vez, te hablé. ¿Te acordarás? Te pregunté por tus estudios, el viaje de egresados que no llegaste a hacer, si extrañabas, si dormías bien, si tenías el pelo más largo y la voz más suave. Me quedé en silencio no sé cuánto tiempo hasta que empecé a tener frío. Me puse sólo el suéter e hice lo que tenía planeado para ese día. Me senté al piano. Una vela, un solo acorde de feliz cumpleaños y un beso al aire. En mi plato, sobre la mesa, la última arveja rodó apenas.
Diecinueve
Tocó un día de
sol y viento fresco. Respiro primavera en el aire. ¿Estarás así, liviana?
¿Serás polen, azalea o mariposa? Como sea, hay que celebrarte. Me doy un baño,
me arreglo más como si me vieras hacerlo. Busco mi fragancia de limón; tal vez
así me huelas más pronto. Voy al jardín. Busco el sol. Te busco en el sol. Me
siento en el pasto y te pienso, te pienso, te pienso. Mi ropa se vuelve tibia y
tu carita bien nítida. Te deseo feliz no cumpleaños. Me río de mi ocurrencia.
Sopla un viento de más y una pelusa me obliga a cerrar los ojos. Me lloran. Los
dejo llorar. Dicen que así se lavan las basuritas. No puedo dejar de llorar.
Ahí sale, la siento con las yemas de mis dedos. Abro los ojos. Miro y veo un
plumín verde diminuto. Lo dejo sobre una hoja del cerco y entro a lavarme la
cara. Abro la canilla y, como de costumbre, veo a través de la ventana. Un
colibrí se mantiene en el aire cerca del ligustro. Me dan ganas de atraparlo.
Sin embargo, te dejo ir.
Veinte
Tengo ganas de caminar distinto. Apoyarme en mis palmas y ver el mundo al revés por un rato, hoy en especial. Entonces, la copa del árbol sería la raíz y la raíz sus ramas. Entonces, andaría en el cielo y miraría alto para disfrutar las flores colgantes. Tiempo que condiciona. Un tiempo que no es pero me gustaría que fuera. Y yo iría con mi regalo pensado para vos; vos me darías un beso. Me mostrarías tu torta y lo fuerte que soplarías las velas, porque ya sabrías como hacerlo. Sí, todo al revés, ficción vuelta realidad. Por hoy nada más. Entonces, vos, con apenas dos años, todavía estarías.
Veintiuno
Hoy es un día de ausencia larga. También
de vivencias desordenadas. Pienso, por ejemplo, que cuando algo se extiende en
el tiempo, por razones naturales, se modifica. ¿Siempre sucede así? Y entonces
me vienen a la cabeza esas cataratas que alguna vez visité. Esa agua que caía,
sigue cayendo. Inmutable. Imperceptible. Y ahí está mientras nosotros nos
hacemos los distraídos o los ocupados. Algunos días de sol y descanso nos permitimos
pensar en ellas y casi sentimos gotas que nos salpican. Por unos días esa
vivencia nos ronda y queremos que se vuelva más fuerte el recuerdo. Buscamos
fotos, videos que nos hablen del sonido del agua, de ese sonido que se nos va
con el tiempo y no queremos que se vaya pero sucede. Y nos volvemos a encontrar
frente a esa catarata y está igual que cuando la dejamos; que cuando nos dejó.
Hoy quiero probar cuánto dura un recuerdo cuando lo evocamos; me refiero a la duración de su nitidez. Me siento en el sillón más cómodo de la casa. Cuento bien despacio mientras, de a poco, percibo la imagen que quiero. Hasta veintiuno cuento; después de ese número suena el celular y me distraigo aunque no atiendo. El recuerdo ya no está. Más bien miro la hora y me acuerdo de todo lo que tengo que hacer. Busco la cartera, guardo el celular. Tomo las llaves de casa y abro la puerta con la idea clara de que la caída de las cataratas no se modifica con el tiempo. Mientras cierro la puerta con llave me pregunto si con los ángeles pasará lo mismo. Me quedo unos segundos así, mirando a ninguna parte.
Hoy quiero probar cuánto dura un recuerdo cuando lo evocamos; me refiero a la duración de su nitidez. Me siento en el sillón más cómodo de la casa. Cuento bien despacio mientras, de a poco, percibo la imagen que quiero. Hasta veintiuno cuento; después de ese número suena el celular y me distraigo aunque no atiendo. El recuerdo ya no está. Más bien miro la hora y me acuerdo de todo lo que tengo que hacer. Busco la cartera, guardo el celular. Tomo las llaves de casa y abro la puerta con la idea clara de que la caída de las cataratas no se modifica con el tiempo. Mientras cierro la puerta con llave me pregunto si con los ángeles pasará lo mismo. Me quedo unos segundos así, mirando a ninguna parte.
Celina Aste. Profesora de inglés egresada de
la Escuela Superior Nacional en Lenguas Vivas “Sofía E. B de Spangenberg”,
dicta clases de escritura y literatura en ese idioma. Publicó su primer libro
de microficción Todo lo que tenía que
crecer en el año 2012. Dos de los relatos incluidos en este libro fueron
premiados por la página “El cuento del día”. Participó en el Primer Coloquio de
Microficción realizado en C.A.B.A. en 2015. Representó a Buenos Aires en el
primer encuentro de microrrelatistas “Córdoba breve” en la ciudad de Córdoba en
2016. Participó de la IX Jornada de microficción en la Feria Internacional del
Libro de este mismo año, 2017. Participó en el Congreso Nacional de Literatura
David Lagmanovich en la provincia de Tucumán en 2017. Publicó su segundo libro
de microficción Erosión en mayo de
2017 de la mano de Editorial Macedonia. Varios de sus microrrelatos forman
parte de la antología Entre mate y mate publicada por la editorial peruana
Micrópolis en septiembre de 2017.