LA
BODA
El
juez miró a su hija y sonrió con orgullo. Todavía no terminaba de creérselo. Le
parecía que había sido ayer cuando ella lanzaba al aire el birrete durante su
graduación de la secundaria y, ahora, se disponían a entrar juntos a la
iglesia, donde tendría que entregarla a su futuro esposo. El pulso se le
aceleró, al tiempo que el corazón parecía encogérsele. Suspiró profundamente y
se dijo que tenía que recomponerse. Hasta el momento, todo había resultado
perfecto y no quería ser él quien estropeara la ceremonia con un desmayo
inoportuno. Cerró los ojos y entreabrió los labios para pedir en silencio que
todo saliera bien.
El
asesino, desde su escondite, ajustó la mira telescópica y de inmediato se
arrepintió de haber enfocado la cara de aquel maldito juez. El muy idiota, sin
haber medido las consecuencias, había ordenado varias detenciones y ahora los
jefazos del cartel lo habían enviado a liquidarlo. Sin embargo, se presentaba
un problema inesperado. Al ver la expresión en su cara no había podido evitar sentirse
identificado con él. Hacía apenas una semana, recordó, su propia hija se había
casado y él también había rezado calladamente para que nada saliera mal. Era
obvio que por primera vez fallaría en un encargo. Dejó escapar una palabrota y,
mientras desarmaba el rifle, se enjugó una lágrima. Las bodas siempre lo hacían
llorar.
ENTRENAMIENTO
En
su juventud, el abuelo había recorrido la India, estudiando las costumbres de
los faquires. Nos contaba cómo permanecían inmóviles durante semanas, sin comer
ni beber nada. Casi sin respirar.
–¿Crees
que ya practicamos lo suficiente? –me pregunta de pronto mi hermano menor.
–No
lo sé –le respondo y luego me quedo callado.
Creo
que él también empieza a sospechar que el abuelo ya olvidó adónde nos dejó
enterrados.
Instrumento de Justicia
Cuando
admitieron mi escrito de personación, tuve la certeza de que muy pronto
prevalecería la justicia. La vista del juicio llevaba ya varios meses, durante
los cuales, sin haber hablado siquiera con el que luego fue mi cliente, trabajé
sin descanso en el diseño de una defensa impecable. Tras una sola entrevista me
nombró su apoderado y, en poco tiempo, lo declaraban inocente. Toda la
asistencia a la sala del tribunal dio señales de indignación. Yo evité sus
miradas. Se sabía que mi representado desaparecería de la ciudad ese mismo día,
así que lo invité a mi casa a celebrar con unas copas. Diluí un somnífero en su
bebida y me limité a esperar. Despertó en mi sótano, atado a una mesa. Lo
defendí porque sabía que la prisión no era castigo suficiente para un
pederasta. Esgrimí la estatuilla de Temis. Nos esperaba una larga jornada de
trabajo.
DONDE
LE DIJE ADIÓS
“No
sé cómo puedes ensuciar tanto tu ropa –dice mamá mientras levanta entre el
índice y el pulgar mi camisa llena de lodo–. Espero que mañana seas un poco más
considerado”.
Yo
asiento con un gesto de la cabeza y vuelvo a pensar en los ojos verdes de la
dulce niña que conocí esta mañana.
Más
tarde, cuando mamá ya duerma, los buscaré debajo de mi cama y seré feliz,
sosteniendo entre mis manos aquellos ojos verdes, tan verdes como el agua del
pozo donde le dije adiós.
LA GRAN
TRIBULACIÓN
Recuerdo
los sermones dominicales sobre la segunda venida. “Vendrá hora cuando todos los
que están en los sepulcros oirán su voz”, nos decía el pastor, citando el
Evangelio de San Juan. Luego nos pedía, con los ojos llenos de lágrimas, que
imagináramos la inefable felicidad que nos embargaría al reencontrarnos con
nuestros seres queridos tras su resurrección. Hace ya un mes que sonaron las
trompetas en el cielo y se produjo el tan esperado regreso. Desde entonces, nos
hemos refugiado en la librería de la iglesia con las pocas provisiones que
logramos juntar. El pastor está tan asustado como el resto de nosotros y se
pasa las horas hojeando la Biblia mientras repite entre sollozos que no hay
ningún versículo que explique cómo hacer para que nuestros parientes y amigos
regresen a sus tumbas.
LA FUERZA DE LA
COSTUMBRE
Cada
tarde, a las cinco en punto, se repite la misma historia. Nuestro padre se
detiene frente a la cerca, sin decidirse nunca a cruzarla. Se queda varios
minutos así, inmóvil, con la mirada perdida, como si se negara a aceptar que
ahora las cosas son diferentes. Los ojos de mamá se llenan de lágrimas. Sé que,
en el fondo, todavía lo quiere y que lo que desearía es correr a abrazarlo; sin
embargo, se limita a llevarse el índice a los labios para indicarnos que
guardemos silencio. Todo es cuestión de tiempo. Si no hacemos ruido, papá
siempre termina por cansarse. Es entonces cuando mamá nos llama con un gesto de
la mano y vemos a papá, con sus pasos lentos y torpes, alejarse hacia el resto
de los zombis.
CENIZAS
Sólo
cenizas. Eso era todo lo que quedaba de su tío y, sin embargo, no podía olvidar
aquella última amenaza. “Regresaré a vengarme”, le había advertido antes de que
lo asfixiase con la almohada. Había obtenido millones con la herencia, pero
había perdido su tranquilidad. Fue hasta la sala y tomó la urna de encima de la
chimenea. Necesitaba confirmar que los restos del viejo permanecían allí. Justo
cuando la abrió, una repentina corriente de aire esparció las cenizas sobre su
rostro. Cayó de rodillas, aullando de dolor. Estaba ciego. Su tío, desde un
retrato, parecía sonreír.
***
Kalton Harold Bruhl (Honduras, 1976) ha publicado los libros
de relatos El último vagón (2013), Un
nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde
le dije adiós (2014), Sin
vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017), El visitante
y otros cuentos de terror (2018), La llamada (2019); Novela: La mente dividida (2014). Es premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa”
y miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, Correspondiente de
la Real Academia de la Lengua.