Por Juan
Mihovilovich
“Él era dulce, y es mejor no
exagerar las descripciones que luego vendrán.
Pero, él era dulce y perverso: aleación ideal.” («Objetivos del silencio».
Pág. 122)
Las praderas se extienden como el eco de una campanada, son extensiones
vírgenes, desprovistas de un color definido, a veces, en blanco y negro,
ocasionalmente en sepia, tornasoladas, agrietadas; praderas agridulces como la
hiel amarga mezclada con la dulzura efímera de una mirada alegre o un suspiro
enternecedor que da cuenta de una felicidad casi siempre mentirosa.
Detrás o dentro de esas praderas imaginarias la mujer imagina también su
concreción, su espacio incorrupto, su quimera de ambulatoria mecida por la
vorágine de un ensueño que la traslada hacia los espacios donde el hombre no es
malo o no es tan perverso en ocasiones, y su quejido patriarcal se hunde en los
resquicios amatorios de una matriz procreadora, que extrae los íntimos vestigios
de su luminosidad para perderse en los otros intersticios de una vida que se torna
equívoca, misteriosa, insana, descolorida, taciturna, diametralmente opuesta al
encierro uterino donde la calma del misterio aún se yergue como una esperanza que
no desea ni aspira a tornarse añeja.
Los cuentos de Lilian Elphick transitan ese doloroso estigma del género
que se niega a ser la comparsa del mundo.
Es más: su vitalidad interior reside en la lúcida parábola de entender
que la creación es dual, que no existe un desequilibrio real a menos que la dominación
se ejerza amparada en el poder omnímodo de la ignorancia, de los apetitos
primarios, de la estulticia humana que ha hecho de los seres y las cosas una parodia
absurda del buen vivir y del mal morir.
Así, la palabra transcurre entre relaciones que se abstienen de ser lo
que insinúan. Los enconos, la
incertidumbre, la irreflexión, el miedo de existir surgen con fuerza en sus
relatos y, he ahí la paradoja, en ese mundo de ambigüedades y certezas que se
entrechocan a cada instante, la mujer clama sin decirlo, llama sin hablar,
esboza sin dibujar: su fuerza radica en su conciencia del ser, de lo que otorga
vida y se desarrolla como un embrión fortalecido por la sangre animal que lleva
la hembra en sus venas. La loba sueña y
vive a la vez, (“Las praderas amarillas”) ha reencarnado y volverá a hacerlo
entre quienes intentan seducirla y aniquilarla: el mundo de los hombres es
débil a pesar de todo y ha logrado subsistir a fuerza de su debilidad: el miedo
lo ha hecho dominante, la lascivia, el desenfreno, la avaricia, los siete
pecados capitales que merodean como una peste que crece y contamina.
De este modo, las ideas se reparten entre simbólicas reencarnaciones y
resurgen reales y ficticias en “Los ojos del hombre”; allí se vislumbra el amor
y el desengaño, el erotismo como clímax del deseo contenido y el ser que se
anida en el vientre de la esposa engañada.
Y el adiós concertado en un café cualquiera. La muerte y el éxito del
escritor que revive en sus páginas las historias de Fa (diminutivo de Fátima) y
Alex, quien se aleja presionado por la culpa e infidelidad. Pero en la partida de Fa subyace la vigencia
indestructible y destructora al mismo tiempo de la ilusión forjada como un
espejismo en los ojos de Alex, antes de adormecerse en su personal delirio
literario: un par de lobos que corren felices por algunas praderas de tonos
indefinidos.
Y luego “Detrás de los ojos”
profetiza Sibila, en su ausencia, el desmoronamiento del dormitar, del amor y
el dormirse de nuevo y para siempre…quizás.
En “Pozos de Venus”, esos hoyuelos equidistantes y sacrolumbares de la
mujer, de Nadir, la línea divisoria entre el ser y lo alto, la línea contraria
del cenit en la inmensidad, y desde allí resume su condición de ser creadora,
disminuida por la quimioterapia, pero resuelta a parir el signo de la
posteridad. Nadir reabre el sentido de
la vida por sobre la muerte.
Y al instante “Liturgia de la sombra”, el individuo inmerso en la
soledad más absoluta que reencuentra el placer arriba de un tren a punta de
aromas y un magnetismo indescifrable que lo lleva a merodear por un pasado que todavía
pervive en su ceguera, que adquirió producto de una escena que se diluye de
dolor en su memoria, en un mundo donde la agresión lo consumió, se hizo parte
de una clandestinidad asumida y luego la nada.
Hasta que esa especie de amor (¿?) lo despertó con una sed de venganza
final para llegar al borde del mar llevado por su perro, el guía, el leal, el
que nunca traiciona y que lo ampara en su partida final, anclado a un recuerdo
que imagina, que no vio y que fue suyo, a su pesar.
Y entonces repercute en nuestra visión ensombrecida “Que nadie duerma”,
esa irracionalidad hecha carne por el arrebato y la obcecación, que termina con
la vida femenina como si el trofeo de la insensatez fuera el emblema que ha
extraviado al hombre, su perfidia incontrolable, su destino prefijado, su
ansiedad por destruir sin ninguna otra razón que su ira desbocada. Y el doctor que examina y elabora su
informe, que anota los miembros cercenados y el deceso prematuro de un feto en
el vientre desecho, en tanto su mujer pasea con su perro, lo traslada por las
calles adyacentes, hasta que el gimoteo de su pareja lo atrae y ella lo mira
con desconcierto entre medio de los cristales.
Entonces ha conjeturado el juego erótico, el desdoblamiento de quienes
no son ni serán y en su lubricidad terminará aherrojada en el baño suponiendo y
sintiendo sin sentir. Un cuento de ausencias y presencias dislocadas, de padecimientos
y presagios. De metafóricas mascotas
perrunas que huyen y no regresan…
Y el amor filial en “La felicidad en blanco y negro”, la imagen del
padre como un icono inalcanzable, su figura mítica elevada a la categoría de
ser un reflejo condicionado por una fotografía antigua que descifra los
contornos de un amor accidental, esos momentos grabados para siempre y que
preludian la soledad futura. Y con todo
ese peso del abandono, del mito desgajado como pétalos mustios cayendo desde
algún remoto sitio de la memoria, la hija enarbola su clamor, su aullido, su
llamado, en tanto el retrato encadenado en la retina es apenas el de una madre
alegre envuelta en su traje de baño cuando el padre obtura la cámara
fotográfica y dispara. ¿Un disparo alegórico
o un disparo real? Un relato que nos deja abstraídos en la contemplación de
nuestras nostalgias, de las ulteriores carencias, del paisaje resumido en una
imagen o en muchísimas imágenes, que el otoño de la vida desgaja como un ovillo
arrojado sobre una alfombra.
En “Una tarde sin bordes” se explora el sinsentido de las comunicaciones
modernas, el desvarío de las palabras con quienes son sujetos desconocidos, el
anhelo secreto de una ilusión forjada en una fantasía solitaria, apegada a los
pixeles de un ordenador que, -humor negro-, desordena la propia vida
individual, la sustrae, la distorsiona de la realidad y coloca cerca a quienes
están lejos y aleja a quienes están alrededor. Un quiebre de la tecnología y un
suspiro desahuciado por el malestar soterrado de quien se resiste a no ser
nadie ni nada.
En “El viaje” el desarraigo del hijo respecto del padre. La búsqueda desamparada por las calles de
Paris tras una quimera que como tal nunca podrá ser efectiva. La alteración de los sentimientos se niega a
resucitar. Las caminatas son pasos
entristecidos y abrumados en busca de quien ya no existe, salvo en el
sufrimiento de la deserción filial, en la negación del padre y en el trastoque
final de una ciudad como Santiago, de un país que cambió brutalmente en las
últimas décadas y donde nadie da la impresión de reconocerse.
Al adentrarnos en “La cena” pareciera que incursionamos en la tristeza
ilusoria del desamor, en una estética de la mentira: subir y bajar de peso como
una impronta femenina que lucha por la belleza ocasional, en tanto el macho
juega con las formas exteriores como si allí radicara la esencia de sus
afectos. Pero tras bambalinas algo
macabro escuda el erotismo circunstancial: la cena es una parodia de
sentimientos disfrazados, de un encubrimiento feroz sobre las perversiones
masculinas que degradan a la persona humana a límites siniestros. Un relato notable que desvirtúa el amor de
utilería y lo transforma en apetitos carnales que exceden toda fantasía.
Similares derroteros nos traen, en apariencia, “¿Por qué no nos
conocimos antes?, te preguntaste, antes de tomar el bus de vuelta a casa”. Y la apariencia dice relación con esa espera
casi dramática de una mujer por un príncipe azul que tarda demasiado en llegar,
mientras se opta por las necesidades apremiantes del cuidado materno; una
anciana que hace gala de su despotismo desde el umbral de la muerte y que
apremia a cada instante a una hija que no se consuela con la soledad. Algo de patético tiene esta historia que revierte
las esperanzas forjadas con obstinación.
Después de todo no existe el hombre tardío; su llegada no ha tenido
nunca punto de partida, de ahí que el regreso de la mujer no es sino su propio
corolario martirizado por una opción inevitable: la soledad y el paso de un
tiempo irremediable.
El “Olor del placer” es la inclinación pedófila del adulto inefable que
se resguarda defensivamente en la seducción de una niña en los primeros
escarceos de su femineidad, en ese paso sutil de la infancia a una primera
adolescencia y a cuyo respecto el individuo cae rendido por sus instintos más
primarios. Una balanza ciega que se
apodera de sus exigencias corporales mimetizándolas con la supuesta incitación
femenina y un final trágico que justifica el desarrollo de una pasión
pervertida o desequilibrada.
Finalmente “Todo verdor perecerá”, inspirador título de una de las
célebres novelas de Eduardo Mallea. El
tiempo es un resguardo transitorio. La piel se apergamina irremisible y los
amantes distantes en tiempos, edades y espacios físicos son un canto desentonado
de los desencuentros que pretenden suscitar una pasión erótica exigente, de
experiencias y ansiedades compartidas.
Todo verdor es efímero, toda pasión es fugaz.
Y cierra este libro memorable “Objetivos del silencio”, una especie de rúbrica
sobre el arte de la literatura y la inexistencia de lo que se juzga real. Aquí Lilian Elpick traza un relato como
postulado simbólico de la fuerza innegable de su trabajo, de estos cuentos que
se quedan bailando incesantes en el corazón y la cabeza. Nada existe, pero todo existe a la vez. Y los
caballos siguen corriendo libremente por las praderas amarillas…la exploración
infinita de lo que somos, de lo que es la profunda feminidad de una autora de
primer orden y de estos personajes que se anidan en lo más secreto de nuestras
propias vacilaciones, de nuestros temores y seducciones personales o ajenas, de
las que a veces somos esclavos o de las que hacemos gala para esclavizar a los
demás.
Con certeza uno de los libros más relevantes de esta autora nacional,
que nos vuelve a sorprender con su inagotable talento.
*
PRADERAS AMARILLAS
Autora: Lilian Elphick
Cuentos. Simplemente Editores, 125 págs. 2019.
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