"Lolita", film de Stanley Kubrick |
Lo en el jardín
En las mañanas de cada domingo, tendías un cobertor
sobre el césped, deshacías sus arrugas como si plancharas un mantel o tu blusa,
luego desanudabas los tirantes para despojarte del vestido y tenderte bajo el
sol del mediodía tal cual yo te conocía: blanca del mentón hasta el dedo
meñique de tu pie izquierdo. Negras nubes en el pubis, girones más negros en la
frente y un cúmulo oscuro y desordenado flotando sobre tu cabeza, coronada por
diminutas flores arrancadas del jardín, injertadas por mí mientras te
contemplaba, alelado por tu osadía: posar sin corpiño ni braga ante el sol
resplandeciente y la mirada azorada de los niños del vecindario que transitaban
en sus bicicletas. Si la baranda no te encubría de los fisgones, menos yo
podría hacerlo de las miradas de esos mozalbetes, la histeria de sus madres y
el ánimo lascivo de los padres que se asomaban al jardín para arrobarse con el
nido de aves que resguardabas entre las piernas.
Solicitud
Don
Humbert, ¿se lo mamo como chupón? ¡No, mejor como pirulí!
—Ándele pues, Dolores.
Pilosías
¿Por qué sólo bajo la
regadera me rasura el pubis, don Humbert? En el jardín justo al mediodía, ¿no
podría?
Cabezal
¿Así se llama? ¿Prepucio? Un
gusano cara de niño.
Matutina
La chiva expiatoria me
solicita su ordeña.
Solitaria
No sé cuándo lo aprendí ni quién me lo enseñó. Ya que
don Humbert no me llenaba durante las noches ni con sus turgencias matutinas.
Cuando entraba a la ducha y su cálida llovizna caía sobre mi cuerpo, mis manos
tentaleaban la grieta de mis piernas hasta que sonreía, hasta que reía, hasta
la carcajada profunda de una dicha sin sosiego. Luego enjabonaba el cabello.
Con una esponja me esmeraba en mis piernas, brazos, axilas, rostro y manos.
Cuando salía, Humbert me preguntaba, Qué tanto hacías ahí dentro, se oía mucho
ruido. Nada, le respondía. Y seguía mi camino hacia la recámara para escarmenar
y secar ese torbellino que sobrevolaba mi cabeza —así le decía don HH—. Pero
antes de vestirme, clausurada la puerta con el cerrojo, el cordial de nuevo
husmeaba entre mis labios vaginales, pero sin llegar hasta la carcajada.
Dolores
¿Lola? ¡Lola!
¡¡¡Looo-laaaa!!! Gritaba su madre por el corredor, pero no le respondía, pues
ya se atragantaba con el pene de Humbert Humbert.
Prostática
Míster Humbert, ¿por qué su
mástil ya no se eriza?
Lugosismos
En luna roja no beba de la
fuente, Humbert, ¡¿cuántas veces se lo he pedido?! Qué gusto ése de amamantarse
con mi sangre menstrual.
Relevos gringos
Lolita encontró en su alcoba
a los amantes. Él era amigo de Humbert. Ella, amiga suya, a quien corrió de la
casa a empellones para yacer con el amigo de HH.
Súbditos del miembro
A Lolita lo que es de
Humbert; a Humbert, el coño de Lolita.
Novelerías
Cuando Lolita envejeció, se
convirtió en la protagonista de una novela sobre nínfulas.
Apunte
Sólo quería que me desearan,
anotó Lolita en la única entrada que estampó en su diario.
Duda
Cuando encontró un mechón de
canas sobre la almohada, un relámpago agrietó su
corazón, ¿y si Lolita me engaña? Si yo siempre le he sido fiel, ¿se atrevería a
yacer con otro?
Rojo sangre
¡Te dije que durante los
plenilunios de la menstruación no bebas de esa fuente! ¡Cochino!
Silvestre
Cuando se sentaba a la mesa,
Lolita botaba el cuchillo, arrojaba el tenedor y la servilleta por la ventana,
luego bebía a borbotones de la jarra, antes de atacar el pollo a dentelladas.
Lolita la parvularia
¿Qué quieres hacer el 69
conmigo? ¿No te platicó mi madre en una de esas
noches calurosas del verano en que suspirabas, imaginabas y deseabas mi cuerpo
mientras la poseías en su alcoba, que nomás cursé hasta el tercer grado en una
escuela pública donde apenas aprendí a contar —a costa de azotes en el trasero, aullidos de la profesora y bofetadas
maternas— hasta el número cincuenta? ¡So borrico!
La friega
Barrer los pisos, sacudir el
polvo de cada mueble, lavar el trasterío mugriento del desayuno, preparar la
comida del señor Doble H, soportar su cháchara de
profesor durante la sobremesa, ¿qué vida es la mía al lado suyo? Cuando me
prometió aventuras, romance, éxtasis nocturnos y servidumbre a mis órdenes.
Nada de eso me da, apenas me obsequia contados minutos de sexo en los que
trabaja sólo sus venidas, no las mías. ¿Por qué sigo
aquí de su fámula?
De la vida conyugal
Ya no hay caricias, sólo me
penetra, tiembla y gime. Sin mediar las buenas noches, una caricia o un beso
para el buen dormir, se acurruca bajo el cobertor, instantes después se queda dormido, luego ronca. Éste es el justo momento
que aprovecho para ponerme el camisón. Ya vestida de seda, toco la ventana del
vecino. Mientras llega lo espero con las piernas abiertas sobre el sillón del
cuarto de estar, pero no dejo que me penetre hasta
que no me haya humedecido con su lengua, dedos y hartos besos esa boca vertical
que me regala otras sonrisas en la noche, a veces carcajadas, en otras llanto.
Pioneros
Yo le pedía variaciones, le insistía cada noche con sus días, pero él era muy testarudo. Nada más se complacía con la grieta que mi pubis oscurece. Por eso busqué nuevos exploradores para que sofocaran los incendios que estallaban en mis grutas, planicies, laderas y colinas.
Imperio del deseo
Después de que me rebozaba
la vulva con su semen, le preguntaba al vecino, Con
quién duermes, corazón, pero al instante mi dedo fulminaba su boca para
responder por él: Dime con quién sueñas y te diré a quién deseas.
Doméstica
Yo esperaba
que el pescado chapoteara en el aceite cuando lo arrojaba a la sartén para
freírlo. Quería servirle a míster Humbert un guiso sazonado, intenso de sabor y
cocido al dente, pero el animal ya no
se agitaba.
Sésama
Lola, ábrete, quiero
penetrarte.
Lacaya
Él me enseñó a hacer
reverencias a su falo y a besarle el glande con el
culo destapado.
Retrato
Con que esto escribes de mí,
zoquete: “…era una sirena en las aguas verdosas de la tina…” ¡Vete al diablo,
Humbert! Jamás creí que fueras un gran escritor, pero al menos descríbeme con
la simple realidad de mi cuerpo desnudo en el lecho,
que es la única estancia doméstica donde me has recorrido. Nunca en la cocina,
ni en el baño, mucho menos han resonado tus pujidos en el jardín cuando me
embates para sobrellevar tu monotonía. Únicamente sobre la cama te has aplicado para poseerme. ¿Sirena? Abrase visto
semejante pelmazo.
Genitálica
¿Ay, Humbert, por qué cada vez que hablas los
genitales se asoman en tus palabras?
Poeta y vago
Si de verdad yo fuera su musa, le pediría que me
lavara los pies luego de cada friega doméstica. No le permitiría nunca quedarse
ahí sentado trabando palabras que nadie usa. Sus amigos lo llaman poeta, para
mí sólo se regodea en los ocios del vago.
Consulta
En uno de sus libros leí mientras le buscaba un lugar
en el librero para acomodarlo: “También los tipos mediocres crean a veces
grandes obras.” Desde entonces me lo pregunto por las noches y las mañanas en
que sales a vagabundear. ¿Quién sabrá? ¿A quién podré preguntarle si en tu caso
podrás crear esas obras? ¿Te ajustarás al tipo mediocre?
Parvulismo
Eres como un niño, poeta. Cuando te sientas a la mesa
tus pies se balancean porque no se asientan en el piso. Y cuando sales a cazar
tus mariposas, te comportas como un infante liberto en el jardín. Y cuando te
sorprendo bocetando eso que llamas escribir de reversa, se nota más en tu
semblante el alegre fantasma de tu infancia.
De tu cuaderno, copio este palíndromo: “A tu paso rosa
puta.” La típica escritura de un infante que aprende la lección.
Reclamo
Le falta brutalidad, don Humbert. Azóteme, gríteme,
regañe a su querida —eso soy para usted, ¿verdad?—. Enciérreme bajo llave, pero
no me hable con esos melifluos pétalos de voz que no meten a la compostura, ni
espantan, ni callan cuando lo ordenan.
Infidencias de Humbert Humbert
Retozaba
con Lolita sólo cuando su ciclo circadiano se anunciaba por los cólicos, justo
en ese instante olía su cuenca, oteaba sus enaguas y, si mostraban rastros de
sangre, me disponía a sorberla por la noche. Mentira que gozara de ella.
Conmigo no conoció hombre. Únicamente me importaba su ninfulidad y la sangre
virginal que escurría de su vértice, por eso nunca la penetré, ni la poseí por
otros frentes. Sangre, virgen y nínfula: una promesa triplicada de vida: la
mía. Nada más buscaba su sangre menstrual, que bebía directamente de su fuente,
labios embrocados en otros labios. A ella no le gustaba —eso decía, la muy
ladina, pero sus pupilas se iluminaban con lujuria gatuna a cada lengüetazo—,
mas yo me afanaba hasta que dejaba de arañarme o empujarme o gritarme
maldiciones con esa voz de carretonero ebrio para que no sorbiera más de su
manantial. Al resistirse felinamente a que le chupara el líquido de su musgo,
se intensificaban sus gemidos, espasmos y desmayos. Cuando terminaba su periodo
—días de luna, así los llamaba Lolita—, ya en nuestro lecho le daba la espalda
a esa mugrienta infanta pedorra. Yo lo único que quería era mantenerme sabio,
joven y blanco sorbiendo sus fluidos. Nada más.
*
Javier Perucho, “Lola la parvularia”, en Enjambre de historias, México,
UNAM-Naveluz, 2015, pp.
Javier Perucho
Doctor en Letras por
la UNAM, Javier Perucho es editor, ensayista e historiador literario de dos
géneros menores, una causa perdida y los escritores extravagantes. Sobre los
géneros menores, escribió Dinosaurios de papel. El cuento brevísimo en México (UNAM, 2009), Yo
no canto, Ulises, cuento. La sirena en el microrrelato mexicano (Fósforo, 2008) y El cuento jíbaro. Antología del microrrelato mexicano (Ficticia, 2006). En “Escrituras privadas, lecturas
públicas. El aforismo en México, historia y antología” dará noticia del aforismo, el otro género menor. De la
causa perdida han aparecido Los
hijos del desastre (Verdehalago,
2000), Hijos de la patria perdida.
Pachucos, chicanos e inmigrantes en la narrativa
mexicana del siglo XX (CNCA-INBA,
2001, Premio Nacional de Ensayo Literario José Revueltas) y Estéticas de los confines (Verdehalago, 2003); el “Diccionario de escritores chicanos y mexicanos en Estados
Unidos, siglos XIX y XX”
es una investigación en ciernes. La apología de los
escritores raros la inició con el libro inédito “Pedro F. Miret, un raro del otro siglo”, antecedente de su teoría de los raros. Como narrador,
prepara el libro Anatomía de una
ilusión.
En el Miretario da cuenta de novedades editoriales, cuelga reseñas,
celebra efemérides y participa de las noticias culturales, además de ser el
recipiente natural de su varia invención; en su columna El Brazo y la Espalda ausculta la historia cultural de los mexicanos de la
diáspora, apostilla los acervos literarios de los chicanos y explora las
visiones de los “indocumentados” que se desprenden del imaginario
cinematográfico europeo, estadounidense y mexicano.