Microrrelatos de José Rodríguez Infante

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Hombre pegado a móvil


Se levantó por la mañana y notó algo extraño en la oreja; como aún no estaba bien despierto, no tuvo fuerzas para mirarse al espejo, así que encaminó sus pasos a la cocina, preparó la cafetera y mientras templaba la leche en el microondas, se acordó que tenía que llamarla. Puso la cafetera y preparó la tostadora, descolgó el teléfono pero no se acordaba del número: necesitaba el móvil para mirar en la agenda; el microondas emitió un pitido, volvió a darle, colocó la rebanada de pan, se fue al salón a buscar el móvil, olía a café recién hervido; no aparecía el móvil, se fue a la salita y desfondó el sofá; la tostadora lanzó las rebanadas de pan en la encimera, en la cocina olía a café requemado, volvió al dormitorio y buscó entre las sábanas y el edredón; se le estaba pasando el hambre. Se fue a la ducha y escuchó un fuerte chasquido como de explosión, abrió el grifo pero reaccionó rápido y corrió a la cocina: cortó directamente el térmico del cuadro eléctrico, cerró el grifo de la ducha y volvió a meterse en la cama tapándose la cabeza con un cojín; en ese momento sonó el móvil, se activó el reconocimiento de voz y allí estaba ella. Por fin sus músculos encontraron laxitud.



Huellas


Tan humano es sentirse joven como andar por el mundo reflejando en el rostro el paso del tiempo. Su caminar es pesado, ¿porque las varices no perdonan o porque dejó en la cama al hijo que aún hay que mantener? Viste chaqueta de cuero, pantalón de felpa y bufanda de lana reliada al cuello; pasa junto a la falsa acacia y parece tener clavadas cada una de las espinas, que el árbol despliega de forma airosa. ¿Cuánto tiempo hace ya desde que el marido quedó postrado en la silla? Sus manos están descuidadas, pudieran ser las de un varón si las sacásemos de contexto —observándolas lejos del brazo—. ¿Qué quiere decir la radio con eso del día de la mujer trabajadora? Mañana cambian la hora, pero es mentira, al día siguiente volverán a ser veinticuatro y le seguirá faltando una para poder llegar a fin de mes.



El semáforo


El semáforo se pone en verde y le da a las mujeres jóvenes diez segundos para que puedan cruzar la calle. Todas cruzan. A continuación cinco segundos para niños acompañados. Una madre se entretiene y se le agota el tiempo en mitad de la calzada; la primera moto en arrancar por poco la atropella; rugen los motores y quedan petrificadas, faldas al aire: cinco minutos de calvario. Ahora se pone rojo para los vehículos y le da tres segundos para que crucen las bicicletas: la madre sigue impasible. Los diez segundos siguientes son para ancianos o gente impedida; el niño se desespera y arranca a correr hacia la acera, la madre levanta los brazos y corre tras él. El semáforo vuelve a abrirse para los vehículos a motor. Un guardia se interpone entre la madre y el niño, y se dispone a multarla por haber atravesado la calle cuando no le correspondía. La gente forma un corro en torno a ellos, el guardia se siente presionado y decide pedir refuerzos. Mientras tanto el semáforo a lo suyo: ahora le concede veinte segundos al público en general.



Hombro con hombro


Ella sale del portal con la bufanda al cuello y el portafolios sobre su pecho como protegiéndose de algo. La mirada lanzada al suelo mostrando el suave colorido que ha puesto en sus ojos. Él espera como cada día, una mano en la bicicleta y la otra dispuesta a encontrarse con el suave tacto de la amada. El portal es indiscreto y hasta volver la esquina no pondrá su brazo derecho sobre los hombros de ella, en la que se acurruca tímidamente tratando de mantener la compostura. Hablan suave, silabean, con la mano izquierda dirige el manillar de la bici, tratando de que los pedales no le den en la pantorrilla. La noche ha sido muy larga, como todas, y los ahorros van bien; ya queda menos para que se efectúe el sorteo de las viviendas, y con un poco de suerte y otro de promesas municipales, pueden conseguir que se acorten los plazos para ese ansiado momento. Mientras tanto ahí están cada mañana caminando hombro con hombro.



El velo


Volaba por el espacio confundido con una hoja de periódico; se fue a posar en la cabeza de una anciana que entraba en la iglesia que se distraía leyendo la frase “para hablar con Dios no hace falta el móvil”. A la salida del culto, un remolino le hizo recuperar el vuelo y se lanzó a la aventura junto con una bolsa del Lydl. Se alejó por tejados y azoteas descendiendo suave hasta posarse en el tocado de una novia, que salía del coche nupcial para iniciar la sesión de fotos en el parque. La emoción del momento le hizo pasar desapercibido, ni el novio —que se fundía ojos con ojos—, ni el fotógrafo —que preparaba el teleobjetivo—, se dieron cuenta de la llegada del intruso, hasta que la madre (de la novia), se percató del evento, lo estrujó entre sus manos y lo lanzó todo lo lejos que pudo; quedó prendido entre las ramas de un paraíso hasta que un día —como si nada—, cuando pasaba por debajo del árbol Aziza, cayó sobre su hombro acariciándole suave el rostro.



El chicle


Tiene el pelo lacio de color castaño, recortado sobre los hombros. Luce falda de tablas por encima de las rodillas, calcetines largos de color azul oscuro y zapatos negros. Cuando no fuma mastica chicle sin parar, mientras consume la distancia que separa su portal de la verja del colegio. Siempre va sola, camina de forma garbosa tratando de imitar a las chicas de las pasarelas, sólo que en lugar de lucir delicados modelitos de alta costura, luce una mochila llena de libros que le hacen doblar el cuello hacia un lado, para contrarrestar el peso de la cultura en el hombro contrario. Al dar una calada, baja la mirada, para que se vea su buen gusto en el rimel. A nadie mira a los ojos, pero se sabe observada y eso le basta y le sobra para complacer su ego. Durante el trayecto suele sonarle el móvil dos o tres veces, y puede oírse su cálida voz contestar con firmeza y sin el menor atisbo de rubor. El obrero de casco amarillo tiene agotado el repertorio de frases ocurrentes, y aunque sus compañeros le animan para que no decaiga su ímpetu, ya está pensando bajar a la calle y esperarla a pie de obra, para decirle algunas cosas con más intimidad. En su mano lleva un chicle, con el que piensa conquistarla.



Poco antes de partir


Habían aprovechado hasta el último rincón del coche, para que no faltara ni un detalle a la hora de pasarlo bien. En veinte minutos estarían en el lugar de cita donde habían quedado con los amigos. El vehículo estaba aparcado ocupando en parte el acerado, porque iban a salir de inmediato, pero al disponerse a utilizar el mando a distancia —mire usted por donde—, éste no responde ni por activa ni por pasiva, y además como se trate de abrir el coche con otros métodos saltaría, el antirrobo y allí se formaría lo nunca visto: lo último es que se asomaran los vecinos o que acudiera la policía; el bochorno sería terrible y la multa de aquí te espero. Así que había que intentar seguir las indicaciones para cuando le fallan las pilas al mando: tres veces se gira la llave en el sentido de las agujas del reloj, y dos en sentido contrario, ¿o era al revés?, ¿o era cuatro veces en un sentido y una en otro? O al contrario. Los veinte minutos se consumen y otros veinte y el sudor se marca en la camisa. Y a la hora y tres minutos después del primer intento, se produce un hecho insólito: la abuela, que se ha quedado en casa, juega a salir de viaje con las llaves de repuesto. El hombre tira del móvil para avisar a los amigos del problema que tienen encima, se equivoca y marca el teléfono de la abuela; ésta contesta y sin querer presiona el botón del cierre centralizado en la llave de repuesto. La mujer toca la empuñadura de la puerta del coche por hacer algo... Y ésta se abre. ¡Aleluya! Acababan de inventar el método de apertura de puertas en la distancia. Lo malo es que nunca se enteraron de la autoría del descubrimiento.



Círculos concéntricos


Los niños jugaban en la calle formando un corro cogidos de la mano. En el centro otro círculo más pequeño giraba y cantaba una canción ancestral de la sabana africana; utilizaban un dialecto de difícil comprensión. Los de fuera respondían a lo que parecían preguntas llenas de musicalidad. En un momento dado se produce un intercambio de niños de dentro afuera y cambia la música; ahora tiene aires sudamericanos. Se entiende. Sigue el juego de las preguntas y nuevo intercambio, ahora hasta de cinco que pasan al círculo interior. Suenan aires de sevillanas. Todos se sueltan de las manos y bailan en parejas sin perder el sitio en los círculos. La letra implica pregunta, que al responder conlleva un nuevo trasiego de niños de fuera para adentro. Las voces se vuelven toscas, rudas y marciales, con los brazos entrelazados bailan como si estuviesen en la estepa rusa. Una voz sobresale y en un momento dado forman una piña multicolor, que se desgrana en un mar de risas. Suena el silbato de uno de los monitores y corren bulliciosos hasta la puerta del bus escolar. Hora de regresar a casa.



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José Rodríguez Infante, nace en Paymogo (Huelva) el 12/08/1951, escritor por afición, bloguero y autor de numerosas obras tanto en narrativa como en poesía. Colaborador de revistas y prensa diaria, donde tiene publicado algunos escritos.

Profesor E.G.B. Oposita a la Diputación de Sevilla y trabaja como administrativo en el Hospital de San Lázaro de Sevilla.

En literatura, tiene una extensa obra inédita (novela, poesía, cuento), fraguada a lo largo de toda una vida, puesto que siempre le gustó escribir. Tiene publicada las novelas “Trece días” en Publicatuslibros.com, y “Cuando los bosques mueren” en la editorial Amarante. De igual manera ha publicado los libros de relatos “A la sombra de la Encina Gorda” en la Sociedad Pagos de la Sierra y “Una parada obligatoria” en la editorial Círculo Rojo.