Juan Yanes |
EL NIÑO QUE SE COMÍA LAS PALABRAS
A algunas personas les trasplantan
los pulmones. A otras les realizan un trasplante de corazón o de córnea, pero
siempre tiene que morir alguien. Mi caso fue distinto. Cuando era pequeño no
podía hablar, al menos no como el resto de los niños. Cada sílaba requería el
mayor de mis esfuerzos. Sin embargo, mi padre se ganaba la vida con las
palabras. Paradójico. Aún recuerdo el domingo que llegó con una máquina de
escribir antigua. Yo entré en su despacho mientras él ponía la vieja Olivetti
sobre la mesa. Colocó un folio de papel cebolla en el rodillo, me cogió el dedo
índice, y escribimos mi nombre. Mi padre lo recortó con unas tijeras, lo hizo
una bolita y me dijo: "Rica". En cuanto el papel rodó por la garganta
dije mi nombre en voz alta. Desde ese día, mi padre no pudo volver a
pronunciarlo. Luego vinieron muchas palabras más. Mi padre me cogía el dedo, me
susurraba cosas al oído, las tecleábamos y luego me metía las palabras en la
boca. Él nunca más volvía a usarlas. Primero se quedó sin sustantivos, luego
sin verbos, más tarde me pasó los adjetivos, los artículos, las preposiciones,
hasta que me trasplantó todas las palabras del mundo. Hasta que se quedó mudo.
LAVADO EN CALIENTE
Cuando me abandonaste tuve que
aprender a hacerme la colada. Utilizaba un programa de agua caliente, y mis
pantalones y jerseys encogían tanto que parecían de bebé. Un día me olvidé un
billete de cincuenta euros. Después del centrifugado se convirtió en uno de
cinco. El día que me dejé el móvil recogí un celular diminuto, del tamaño de un
pulgar. En otra ocasión la lavadora convirtió un balón de reglamento en una
canica insignificante. Decidí meter una novela. Cogí una al azar de la
estantería: Parque Jurásico de Michael Crichton. Tras el programa de lavado
salió el cuento del dinosaurio de Monterroso. Hoy me he metido yo dentro de la
lavadora. Te escribo esta nota con el corazón encogido: Ya he superado lo
nuestro.
Por supuesto
EL PERSONAJE MÁS RÁPIDO DEL MUNDO
¿Serías capaz de aparecer antes
que el título?
AGUJERO DE GUSANO (LA BALA)
La bala sale del cuerpo de JFK el
22 de noviembre de 1963, golpea contra la carretera de Dallas por la que
circulaba su limusina Lincoln Continental y, con las matanzas de Vietnam de
fondo, sale disparada hacia 1914, donde penetra en el uniforme del archiduque
Francisco Fernando, provocando la Primera Guerra Mundial. El
proyectil rebota en un edificio de Sarajevo y se dirige hacia el 17 de julio de
1918 para agujerear la cabeza del zar Nicolás II, desencadenando los episodios
más sangrientos de la revolución rusa. Al golpear contra el paredón del sótano,
el plomo gira hacia el Viernes Santo del 14 de abril de 1865 y perfora la
cabeza de Abraham Lincoln, incitando la venganza yanqui en tierras
confederadas. Al rebotar contra una esquina del teatro Ford de Washington, va
hasta el 11 de septiembre de 1973, y Salvador Allende cae fulminado en La
Casa de la Moneda de Santiago de Chile, dando inicio a las
matanzas de militantes de izquierda. Cuando la bala cruza el Atlántico a
velocidad de crucero acaba en el 4 de noviembre de 1995, causando la muerte de
Isaac Rabín y poniendo fin al proceso de paz en Palestina. La bala rebota
contra el muro de las lamentaciones y viaja hasta las 17:17 horas del 30 de
enero de 1948, acabando con la vida de Mahatma Gandhi en Nueva Delhi. Una vez
asesinado el líder de la no violencia, la bala mágica retorna a la mano de un
siniestro desconocido con sombrero y gabardina burdeos y la introduce en el
rifle modelo Mannlicher-Carcano calibre 6.5 mm. de Lee Harvey Oswald, que,
apostado en lo alto de un edificio de Dallas, está a punto de provocar una
hecatombe mundial en cadena.
DIXESLIA
Dsede uqe diganosaticron mi dixeslia, mis pardes me enviraon a calse cno una teraeputa uqe etsá buneísima. Llveo dos aoñs ne tratamineto, pero ella aún no sabe que ya estoy curado.
EL NOMBRE DE LAS COSAS
Para ahorrar gastos, el Gobierno
despidió al funcionario que se inventaba las palabras. Cuando era niño y mi
padre me leía por la noche, yo me preguntaba por qué un “cuento” se llamaba
así, “cuento”, de esa forma tan sosa, y no, por ejemplo, “voltereta”, que es
una palabra mucho más bella y dinámica. En cambio, ¿por qué a “mentira”, que
suena tan bien pero tiene un significado feo, no podían haberle puesto un
vocablo gris y deslucido, como “hormigón”? ¿Por qué a un “árbol” lo llamamos
“árbol”, y no “vaso”, o a una “computadora” no le decimos “croqueta”, o a la
“ficción” (un sustantivo muy aséptico en comparación con los buenos momentos
que nos ha dado) no la bautizaron “libélula”, un término mucho más estético?
Desde que echaron al funcionario, nadie supo cómo llamar a las nuevas cosas. En
mi edificio llamábamos telmad al objeto que sirve para dibujar tracllos, en
cambio, en el colegio de mis hijos lo llamaban jelmior, en el barrio de mis
tíos lo denominaban higoptro, y en el de mis padres, olco. En unos meses, y
ante la falta de consenso, cada persona tenía un nombre para cada concepto,
para cada objeto. El país se convirtió en un galimatías, y los del Ministerio
se vieron obligados a convocar otra plaza de funcionario. Me hice con el
temario y me presenté a las oposiciones. Saqué el número uno y me dieron el
trabajo. Lo primero que hice fue poner nombre a las cosas que aún no lo tenían.
Luego dediqué mi tiempo a cambiar nombres, a rebautizar las cosas de una manera
justa, de tal manera que todo lo que sale en esta voltereta es hormigón. Pura
libélula.
CANTANTES ZOMBIES (MICRORRELATO PULP)
Amo el “Soul”. Para disfrutar del
género compré un tocadiscos en una subasta, un antiguo Westinghouse propiedad
de Eric Wilson. Eric fue un cantante de cierta relevancia en los años setenta,
pero devorado por las deudas acabó de segundón haciendo coros a la sombra de
viejas estrellas como, James Brown, Eva Cassidy, Ray Charles, Ella Fitzgerald,
o Curtis Mayfield. Nada más llegar a casa estrené el aparato de Eric Wilson con
un vinilo de Nina Simone. A los dos días, las manos putrefactas de Nina
llamaron a mi puerta. Le colgaba el ojo izquierdo. Se le veía el cráneo. Le
faltaba un brazo. Su piel, verdosa. Conservaba algunos dientes y tenía las
tripas fuera. Olía a pepinillos en vinagre caducados. Una zombi. Educada, pero
zombi. Había salido de su tumba para venir a verme. No me fiaba. Cogí el
atizador de la chimenea y le arranqué el brazo que le quedaba de un golpe. La
encerré en el cobertizo de mi granja. Su voz había perdido algo de timbre, pero
aún era capaz de llegar a las tres octavas y yo soy un fetichista. ¡Tenía el
cadáver de Nina Simone en casa! Emocionado por mi hallazgo puse otro disco,
esta vez de Otis Redding. Otis intentó entrar rompiéndome una ventana, pero le
estaba esperando con mi escopeta de caza. Le volé las piernas a tiros. Tenía un
agujero en el estómago provocado por el accidente de avión en el que murió, por
lo que su caja de resonancia estaba algo tocada, aunque lo planté sobre la mesa
(no tenía piernas, claro) y se marcó unos dúos impresionantes con Nina. Y así
pasaron los días, entre zombi y zombi. Llené mi cobertizo de cantantes muertos
que venían a mi casa desde todos los puntos del país cada vez que ponía un
vinilo en mi tocadiscos. Conseguí domarlos. Me daban conciertos en el salón.
Allí no cabía ya ni un alma. Decidí poner el disco de algún autor vivo, a ver
qué pasaba. Cogí uno de Eric Wilson, el antiguo propietario del tocadiscos
Westinghouse. Debía vivir cerca, porque nada más sonaron los primeros compases,
llamó a la puerta con la mirada perdida. Una de mis zombis, Ella Fitzgerald, pareció
reconocerlo. Se echó sobre él y le arrancó un trozo de cuello de un bocado. El
resto del grupo se acercó al banquete y tuve que asustarles con un soplete para
que se alejaran. Es una pena. Eric ya no canta igual, pero tiene buenos bajos.
Lo he encadenado junto al tocadiscos. Durante unos días él será el solista. Las
estrellas le harán los coros.
EL CAZADOR DE LEYENDAS URBANAS
—En uno de los hielos de mi
bourbon ha aparecido el cadáver criogenizado de Walt Disney. Haga el favor de
venir a por él, si es tan amable —me pidió horrorizado mi último cliente. Con
el mono de trabajo y la mascarilla nadie me reconocía, pero no era difícil
localizarme. Aparecía en las páginas amarillas, por la letra “C”. “Cazador de
leyendas urbanas”. Las llamadas no siempre son fiables. En ocasiones se trata
de falsas alarmas. Esta vez el cliente estaba en lo cierto. Allí estaba el
viejo Walt desnudo, con el bigotillo y las manos pegadas a las paredes del
cubito. Al llegar a casa lo metí en el congelador, junto al abominable hombre
de las nieves y un par de caimanes albinos de las alcantarillas de Nueva York
que nos servirían de cena esa noche a mi esposa y a mí. Conocí a mi mujer por
la llamada de un conductor de Wyoming que se la encontró en una carretera
comarcal. Desde que me casé con la chica de la curva mi vida es más tranquila.
Nos fuimos a vivir a una islita desierta en medio del triángulo de las
Bermudas. Al principio sólo teníamos la compañía de varias de esas ratas con
las que cocinan las hamburguesas en el McDonald´s, pero hemos adoptado otra
mascota, el perrito de aquella niña que iba a dar una sorpresa a Ricky Martin
en televisión. Como sólo se alimenta con foie-gras, nocilla y mermelada, se ha
puesto orondo. Quizá por eso le hemos puesto el nombre de mi famoso hermano
gemelo. Él vive en la isla de al lado con uno de los extraterrestres que se
estrellaron en Roswell en 1947, pero no nos hablamos. Cosas de familia. Así
somos los Presley.
***
Manu Espada (Salamanca, 1974) es licenciado en
Periodismo y tiene un máster en radio y otro como Experto del espectro autista.
Desde el año 2000 trabaja como guionista en programas de ficción y
entretenimiento en varias cadenas de televisión. Ha filmado y llevado a
las tablas su obra 'El tercer día' (2007) y publicado los libros de cuentos 'El
desguace' (2007), y 'Fuera de temario' (2010), y dos de microrrelatos: 'Zoom.
Ciento y pico novelas a escala '(2011), y “Personajes secundarios” (2015). También
ha publicado un manual de escritura creativa titulado “Las herramientas del
microrrelato” (2017). Entre otros premios, ha obtenido el de Relatos en Cadena,
de la SER, y el Certamen de Microrrelato de la revista Eñe.