Microrrelatos de Kalton H. Bruhl


 
Robert & Shana ParkeHarrison
LA BODA

El juez miró a su hija y sonrió con orgullo. Todavía no terminaba de creérselo. Le parecía que había sido ayer cuando ella lanzaba al aire el birrete durante su graduación de la secundaria y, ahora, se disponían a entrar juntos a la iglesia, donde tendría que entregarla a su futuro esposo. El pulso se le aceleró, al tiempo que el corazón parecía encogérsele. Suspiró profundamente y se dijo que tenía que recomponerse. Hasta el momento, todo había resultado perfecto y no quería ser él quien estropeara la ceremonia con un desmayo inoportuno. Cerró los ojos y entreabrió los labios para pedir en silencio que todo saliera bien.
El asesino, desde su escondite, ajustó la mira telescópica y de inmediato se arrepintió de haber enfocado la cara de aquel maldito juez. El muy idiota, sin haber medido las consecuencias, había ordenado varias detenciones y ahora los jefazos del cartel lo habían enviado a liquidarlo. Sin embargo, se presentaba un problema inesperado. Al ver la expresión en su cara no había podido evitar sentirse identificado con él. Hacía apenas una semana, recordó, su propia hija se había casado y él también había rezado calladamente para que nada saliera mal. Era obvio que por primera vez fallaría en un encargo. Dejó escapar una palabrota y, mientras desarmaba el rifle, se enjugó una lágrima. Las bodas siempre lo hacían llorar.

ENTRENAMIENTO

En su juventud, el abuelo había recorrido la India, estudiando las costumbres de los faquires. Nos contaba cómo permanecían inmóviles durante semanas, sin comer ni beber nada. Casi sin respirar.
–¿Crees que ya practicamos lo suficiente? –me pregunta de pronto mi hermano menor.
–No lo sé –le respondo y luego me quedo callado.
Creo que él también empieza a sospechar que el abuelo ya olvidó adónde nos dejó enterrados.

Instrumento de Justicia

Cuando admitieron mi escrito de personación, tuve la certeza de que muy pronto prevalecería la justicia. La vista del juicio llevaba ya varios meses, durante los cuales, sin haber hablado siquiera con el que luego fue mi cliente, trabajé sin descanso en el diseño de una defensa impecable. Tras una sola entrevista me nombró su apoderado y, en poco tiempo, lo declaraban inocente. Toda la asistencia a la sala del tribunal dio señales de indignación. Yo evité sus miradas. Se sabía que mi representado desaparecería de la ciudad ese mismo día, así que lo invité a mi casa a celebrar con unas copas. Diluí un somnífero en su bebida y me limité a esperar. Despertó en mi sótano, atado a una mesa. Lo defendí porque sabía que la prisión no era castigo suficiente para un pederasta. Esgrimí la estatuilla de Temis. Nos esperaba una larga jornada de trabajo.

DONDE LE DIJE ADIÓS

“No sé cómo puedes ensuciar tanto tu ropa –dice mamá mientras levanta entre el índice y el pulgar mi camisa llena de lodo–. Espero que mañana seas un poco más considerado”.
Yo asiento con un gesto de la cabeza y vuelvo a pensar en los ojos verdes de la dulce niña que conocí esta mañana.
Más tarde, cuando mamá ya duerma, los buscaré debajo de mi cama y seré feliz, sosteniendo entre mis manos aquellos ojos verdes, tan verdes como el agua del pozo donde le dije adiós.

LA GRAN TRIBULACIÓN
Recuerdo los sermones dominicales sobre la segunda venida. “Vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz”, nos decía el pastor, citando el Evangelio de San Juan. Luego nos pedía, con los ojos llenos de lágrimas, que imagináramos la inefable felicidad que nos embargaría al reencontrarnos con nuestros seres queridos tras su resurrección. Hace ya un mes que sonaron las trompetas en el cielo y se produjo el tan esperado regreso. Desde entonces, nos hemos refugiado en la librería de la iglesia con las pocas provisiones que logramos juntar. El pastor está tan asustado como el resto de nosotros y se pasa las horas hojeando la Biblia mientras repite entre sollozos que no hay ningún versículo que explique cómo hacer para que nuestros parientes y amigos regresen a sus tumbas.

LA FUERZA DE LA COSTUMBRE
Cada tarde, a las cinco en punto, se repite la misma historia. Nuestro padre se detiene frente a la cerca, sin decidirse nunca a cruzarla. Se queda varios minutos así, inmóvil, con la mirada perdida, como si se negara a aceptar que ahora las cosas son diferentes. Los ojos de mamá se llenan de lágrimas. Sé que, en el fondo, todavía lo quiere y que lo que desearía es correr a abrazarlo; sin embargo, se limita a llevarse el índice a los labios para indicarnos que guardemos silencio. Todo es cuestión de tiempo. Si no hacemos ruido, papá siempre termina por cansarse. Es entonces cuando mamá nos llama con un gesto de la mano y vemos a papá, con sus pasos lentos y torpes, alejarse hacia el resto de los zombis.


CENIZAS
Sólo cenizas. Eso era todo lo que quedaba de su tío y, sin embargo, no podía olvidar aquella última amenaza. “Regresaré a vengarme”, le había advertido antes de que lo asfixiase con la almohada. Había obtenido millones con la herencia, pero había perdido su tranquilidad. Fue hasta la sala y tomó la urna de encima de la chimenea. Necesitaba confirmar que los restos del viejo permanecían allí. Justo cuando la abrió, una repentina corriente de aire esparció las cenizas sobre su rostro. Cayó de rodillas, aullando de dolor. Estaba ciego. Su tío, desde un retrato, parecía sonreír.

***

Kalton Harold Bruhl (Honduras, 1976) ha publicado los libros de relatos El último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017), El visitante y otros cuentos de terror (2018), La llamada (2019); Novela: La mente dividida (2014).  Es premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” y miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, Correspondiente de la Real Academia de la Lengua.