MARÍA ISABEL QUINTANA: «PIEL SOBRE PIEL»

 


 

PIEL SOBRE PIEL

 

Me agoté después de un día de búsqueda por toda Valdivia.  Golpeé a la puerta que anunciaba «Hospedaje» en letras desiguales sobre un papel pegado en la ventana. La habitación en el segundo piso era pequeña y limpia, no me importó la ausencia de muebles, sólo reparé en el único ventanuco, allá en el fondo por donde se colaba un resto de cielo.

Aterricé sobre la cama y mientras la tarde declinaba tras la ventana, volví a recordar minuto a minuto nuestro tiempo juntos, allá más al sur. Apenas te conocí me atrajo la morenidad de tu piel y de tanto amarnos sentí que se incrustó en la mía. Amaba cada parte tuya, tus ojos, siempre ardientes, tus dientes que brillaban en la noche y dejaban mapas en mi cuerpo que luego te empeñabas en seguir. Tus manos de pianista que extendías con facilidad de un bemol a otro en mis alturas.

Hacíamos locuras como citarnos en medio de la naturaleza y hacer de ella un aliado amatorio, tendidos en la hierba, embriagados con el olor a tierra mojada, me hablabas de colinas y humedales. Me hacías descubrir sensualidad en el golpeteo de la lluvia o incitación al placer con el rumor de las hojas. Reíamos con las nubes en posturas caprichosas que tratábamos de imitar, así yo aprendía contigo lenguajes paralelos. 1

Un día te fuiste, con un adiós sin palabras. Te vi desaparecer a través de la ventana, tu sombra quedó estampada en el cristal y tu piel tatuada en la mía.

Te seguí a Valdivia. A lo largo de la costanera te busqué. En la brisa del Calle- Calle y en la flor de las camelias respiré tu aroma. Crucé el puente hacia Isla Teja estirando los pasos para adaptarlos a tus huellas. Tendida sobre los prados, rodé asida a tu recuerdo, el brillo de tus ojos parecía vigilarme entre el follaje. Mi piel ardía y el cansancio me venció.

Y aquí estoy, atravesada sobre la cama mirando la ventanita por donde entran los rayos de la luna. Me desnudo, y espero el baño de luz. Un temblor me recorre entera, siento tu mano que toca la octava perfecta mientras la otra, en lento quehacer, se aloja en la cintura, aprieta las caderas y de un repentino envión me apegas a ti. Y es tu mano, y es mi mano, que busca, que toca. Es tu saliva y mi lengua que humedece los labios. No hay gemidos compartidos, no hay viento, no hay lluvia, sólo un completo desatino de los sentidos que, pasada la vorágine, termina con una sonrisa. Una sonrisa que acompaña la redacción de un edicto imaginario. Yo, Eva Mardones, no soy la costilla de nadie, no soy la piel de nadie. Antes de caer rendida, miro el ventanuco, cuatro vidrios y una cruz de madera, símbolo perfecto para un entierro.

 

Nota:

1.- Frase extraída del cuento «Tu más profunda piel», de Julio Cortázar.

 

COMO ARCILLA ENTRE LAS MANOS

 

Nieva sobre París, el joven, con el cuello del abrigo levantado, la cabeza descubierta blanca de copos, sube de dos en dos los peldaños de la escalera que lo llevará al quinto piso, a su buhardilla ubicada en una antigua construcción en el quartier 14. Detengo el lápiz y cierro los ojos mientras lo imagino despojándose del abrigo y sacudiéndose el pelo, estoy detenida en la imagen de tristeza que debe presentar por la reciente discusión con su novia. Abatido, se deja caer sobre una silla, apoya los codos en las rodillas y las manos frías sujetan la cabeza que cae desarticulada. El agua escurre por su pelo negro y permanece así por largo rato. Las imágenes se atropellan en mi mente, las palabras cabalgan unas sobre otras y no logro encontrar la acción, el verbo que lo hará moverse. Levanta su pelo con un brusco manotón, espanta la tristeza y se dirige a su taller. El olor a arcilla húmeda pone en alerta todos sus sentidos, con placer hunde sus dedos en la masa pardusca. Lo acompaño, lo observo. Hace una bola, haciéndola girar entre las palmas húmedas. Se detiene, revisa unas figuras garrapateadas en hojas sueltas. Yo busco en mi afiebrada mente la figura que modelará. Levanto la cabeza, el lápiz suspendido sobre el cuaderno. Una mirada circular a su taller muestra figuras femeninas gráciles, a punto de iniciar un movimiento. Luego de estudiar sus bocetos vuelve a la arcilla, sus manos van dando forma a una figura femenina, parece una bailarina porque tiene piernas largas, él las apoya con delicadeza sobre la mesa y con un diestro movimiento articula sus pies en una innegable cuarta posición de ballet. Los brazos, también largos, terminan en unas manos algo grandes, entrecruzadas en la espalda. Del resto del cuerpo no se preocupa demasiado, dedica más tiempo a la cabeza. Con ternura la gira hacia atrás y levanta el mentón en actitud desafiante. Se retira un poco y la observa. Me detengo, cierro los ojos y los observo a ambos. Escucho un chirrido de frenos en la calle y pierdo la concentración y vuelvo a estar frente a un escritorio, una taza de café vacía y algunos libros de esculturas que he estado leyendo. Cierro los ojos y lo obligo a volver, debo hacer que termine la obra. Las palabras vuelven al mentón y la actitud desafiante, la bailarina se muestra con los ojos cerrados, el pelo tirante hacia atrás, es indudablemente negro puesto que la cara presenta rasgos indígenas, pómulos altos boca de labios generosos, aztecas, quizás sea una diosa como Chantico, la diosa del fuego, de los volcanes, el arquetipo de la gracia femenina.

El joven mira embelesado a su pequeña bailarina. Momentáneamente ha olvidado a su novia, todo su amor se expresa en sus dedos. La bailarina está desnuda. En los bocetos se observa un tutú de tul rosado y un lazo de satín, algo insólito para una escultura, sin embargo, debo confesar que me encantaría que la vistiera. El artista se acerca a la ventana, afuera sigue nevando. Tiene las manos agarrotadas por el frío.  Rendido por las emociones y el cansancio se derrumba sobre un sillón y en pocos minutos su respiración se hace profunda y sonora. Duerme. Quizás sueña, sueña con su novia enfadada sueña que tiene la cara de Chantico, la diosa que debe velar por mantener encendidos los fuegos del corazón. Veo a la novia, hay frío en sus ojos, tiene nieve sobre el cabello y lleva las manos enguantadas. Se acerca a la escultura, objeto de sus celos, estira las manos, yo contengo el aliento, no podría soportar que le hiciera daño. Chantico sabe defenderse, despide fuego por los ojos y sus labios se contraen en un gesto de infantil crueldad.

Mi joven artista se agita en el sueño, tiene la cara enrojecida y los puños apretados. Transpira.

Se escuchan insistentes golpes en la puerta, el joven despierta sobresaltado. El lápiz resbala de mis manos heladas. Afuera llueve, ha dejado de nevar. En el escritorio hay un aroma dulzón a café. Cierro los ojos, busco concentrarme, ¡Qué ganas de saber quién golpeó a esa puerta!

 

EL GRAN HERMANO

 

1984. Estudiaba yo en Concepción. De la Universidad a mi pensión, cerca del puente, tenía como media hora de camino. Cruzar la Diagonal, con la lluvia también en diagonal, significaba llegar a la Plaza de los Tribunales empapada de pies a cabeza. Mi chaleco de lana se podía estrujar y el peso hacía que la marcha fuera más pesada. Difícil tomar un descanso en medio del enjambre de policías armados que estaban en todas partes.

1984. El Gran Hermano nos vigilaba. Llegar a la facultad cada día y verlos apostados en los cerros aledaños, alteraba la concentración.

—¡Silvia! ¡Silvia! Zumbaba desde lejos.

—Perdón, ¿es a mí?, pregunté a una señora de cabellera con visos dorados, abrigo caro, que se sostenía sobre unos enormes tacones y se ocultaba bajo un paraguas y unas gafas de sol, a pesar de la lluvia.

—¡Prima! ¿no me conoces? ¡Soy la Fran, de Valparaíso!

—Hola, Panchita, no te reconocí. Tan elegante, mujer

—Ya te cuento todo, primero vamos a almorzar, estoy muerta de hambre ¿te gustan las pastas? Y sin esperar respuesta me empujó al interior de una Trattoria.

Ni en mis sueños más felices habría yo entrado a un restaurante como ese.

—Panchita, dime que haces aquí.

—De primera, no me llames Panchita ¡es tan ordinario! Hora soy la Fran, la señora Francisca Toledo de Mendoza. Vivo aquí, mi marido es coronel de carabineros y está a cargo de la seguridad de la ciudad

Los tortellini o ravioles o como se llamen se me atragantaron. Tosí y palidecí, no sé qué fue primero. ¡Almorzando con el enemigo! parecía una película antigua. Creo haber visto al mozo que se acercaba con un vaso de agua.

—…la estabilidad del país…eliminar el cáncer marxista…esta ciudad está llena de terroristas. Tienes que andar con cuidado Silvia…me llegaban restos de su perorata, como si estuviera dirigiéndose a otra persona.

—¿Qué te pasa? Estás pálida.

—Son los pies mojados, mentí, parece que es un resfrío.

—¡Pero, Silvita! ¿cómo andas con eso zapatos delgados en un día de lluvia? Bueno, niña, tú y yo nos vamos de compras. Pagó la cuenta, que vi de reojo, alcanzaba para dos meses de pensión, y sobraba.

Y ahí estaba yo, sentada en la cama, con dos pares de zapatos y dos chaquetas. Las manos me ardían, como si hubiese recibido treinta denarios.

Antes de ponerme a llorar apareció Taty, mi compañera “el ángel de las tomas” la llamábamos. Ella era una chica linda, su dulzura era un bálsamo en medio del estrés y el miedo constante. Llevaba y traía noticias, encargos, citaciones entre las facultades que permanecían en toma. Etérea, siempre sonriente. Los pacos no la detenían, caminaba entre ellos, sin miedo.

Le regalé un par de zapatos y una chaqueta. No hizo preguntas. La amé por eso.

Un día se nos ocurrió hacer una ronda alrededor de los pacos, el ojo vigilante del Gran Hermano, llevó la noticia al mismísimo coronel que apareció rojo de ira por la burla y ordenó disolver la manifestación con todo el aparato represivo disponible. Arrancamos en desbandada, mojados con agua pestilente algunos, con heridas de balines otros, tosiendo, vomitando por las bombas lacrimógenas. En medio de la estampida vimos a un compañero que caía, una bomba le partió en dos la cabeza, y quedó allí tendido, ante nuestro estupor. Un grupo se acercó a protegerlo, los demás seguimos corriendo. Corrimos sin detenernos. La Taty, con la mirada perdida, huía, despavorida.

Me detuve, a salvo en un portal y la llamé.

 —¡Taty! ¡Ya pasó!  Pero no escuchó, su miedo era superior a su entendimiento y siguió corriendo.

Este episodio me marcó, dediqué más tiempo a los estudios, sin abandonar mis ideales. Soporté a las detestables compañeras derechistas que nos ignoraban. A sus ojos, éramos completamente invisibles.

Para cuando obtuve el título de médico-cirujano, la democracia había vuelto, eso decían, aunque para mí, no era más que una post-dictadura.

El coronel estaba por enfrentar a la justicia. Mi prima cursaba una depresión severa y la querida Taty, hacía servicio país en el sur.

 

*

María Isabel Quintana, chilena, patagona. Escritora tardía, inicia sus actividades literarias en 1999, año en que obtiene la beca de creación literaria del Consejo Nacional del Libro y la Lectura.

Publicaciones:

     El último dinosaurio y otros cuentos, 2002

Con la muerte en la Cartera, 2003

En 2010 obtiene Premio Especial de Escrituras de la Memoria del Fondo del Libro y la lectura por su libro Vivir en Puerto Aisén.

Tiene publicaciones en antologías chilenas y argentinas. Y publicaciones digitales en Chile, Argentina, Perú, España y revistas de Francia, Alemania y Suecia.