ELIOT PANZACOLA: «DEBAJO DE MI LENGUA HABITA UN ALACRÁN»

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DEBAJO DE MI LENGUA HABITA UN ALACRÁN

 

Debajo de mi lengua habita un alacrán. No sé cómo entró ahí, ni me importa. ¿Por qué he de molestarlo si yo mismo soy un pedazo de carne en el paladar de la tierra? Si escogió mi boca como cueva, allá él. Alacrán amarillo, casi transparente. María, la vecina, no volvió a cenar conmigo cuando vio salir de mi boca su cola como espada. Por eso, mientras como o bebo agua, trato de hacerlo de manera correcta: despacio y sin prisas. Pero a veces se me olvida por culpa de la vida acelerada que llevo. Estoy seguro de que encontraré la manera de detener a tiempo mi dentadura impertinente cuando sienta su cuerpecito duro entre la masa del aporreadillo y la tortilla. ¿Cómo evitar la pequeña tragedia? Por las noches, cuando el edificio duerme y yo no puedo hacerlo debido a mi trastorno, el animalito se apiada y clava su aguijón en la punta de mi lengua para depositar dos gotitas viscosas que corren por mi cuerpo y en unos cuantos segundos quedo completamente adormilado. Durante el día, en la calle o en el trabajo, los monosílabos y las gesticulaciones han sustituido a las extensas conversaciones que caracterizaban mi personalidad. Me he percatado que algunos me miran con extrañeza e incluso hasta con horror. Pero esto no seguirá por mucho tiempo, porque presiento que mi estimado huésped, compadecido por este nuevo malestar, alguna de estas noches suministrará totalmente su fluido letal.

 

TRES CABALLITOS DE MAR

 

A orillas del muelle, el día que el mar vomitó y dejó un olor repulsivo en el pueblo, fueron atrapados tres caballitos de mar y colocados en una pequeña fuente cuadrada. A los pescadores se les escapó el cuarto. Este descuido los obligó a volver a ordenar las posiciones. En el diseño original, cada hipocampo quedaría en una esquina representando los cuatro puntos cardinales; pero aun así, con los peces incompletos, los pobladores encontraron en el fugitivo al mal agüero que presagiaría más catástrofes. Como sucedió con el pájaro negro enredado en la atarraya de don Anselmo; quien vaticinó la salida del mar. Al final, decidieron colocarlos en medio de la fuente, formando un triángulo imaginario y de espaldas para que no pudieran comunicarse o realizar un plan de escape. También la estructura que los soportaba fue movida. Algunos pretextaron que se quitara del muelle, lejos de la playa para que a los raros equinos les fuera difícil escapar y, a la manera de una procesión sevillana, los condujeron a la plaza central. En el lugar principal de convivencia de la población -además del tradicional quiosco– lo completaba la escultura en bronce de una insípida sirena de rasgos costeños. Aquellos caballitos fueron arrinconados en el lado más sucio y desordenado de la plaza. Sin plantas y flores para disimular la inmundicia, donde los borrachos llegaban a orinar y los pájaros manchaban con sus excreciones. Al verlos tan flacos, algunos habitantes tomaron la costumbre de llevarles pequeños crustáceos para alimentarlos, pero después de cierto tiempo se aburrían y corrían a jugar lotería en los corredores de las principales casas. Aquellas pieles coloridas que tanto habían maravillado a los lugareños, poco a poco se fueron ensombreciendo, a tal grado, que parecían figuras de algún retablo barroco. Pasaron los años y la gente vieja se fue muriendo. Los sobrevivientes de aquel hallazgo convocaron a otra reunión para decidir el destino de los caballitos de mar, pero no hubo mucha participación porque a la mayoría hacía tiempo que ya no le interesaba este asunto. Primero decidieron donarlos a otra población, pero al ver éstos su lamentable aspecto, desistían. Después optaron por regresarlos al mar -¿compasión o remordimiento?-, pero al verlos tan viejos pensaban en otras opciones. Nunca llegaron a nada, y así quedaron los tres caballitos de mar: parados sobre una vieja fuente cuadrada, de espaldas entre sí, con el cuerpecito endurecido y las cabezas flexionadas hacia arriba. ¿Qué esperan? Seguro, de día, saciar la sed y, de noche, nadar en el manto estelar.

 

 

ESCUPITAJOS DE ÁNGELES

 

No sé por qué me da miedo cuando salgo a caminar bajo las primeras lluvias del año. ¿Será que me estoy volviendo viejo e intolerante? ¿O, ya las noticias de cada día me están afectando al grado de quebrantar mis nervios? No lo sé. Por ejemplo, ayer no fui a trabajar porque empezó a llover. La verdad, no llovía tan fuerte; pues las ramas de los árboles no se doblaban del todo ni las personas apresuraban su paso. Aun así mandé un whatsapp a mi jefe pretextando un dolor de muela, que por recomendación de mi dentista debería quedarme en casa y realizar constantemente enjuagues bucales con bicarbonato y agua oxigenada. Pero es que estas lluvias empiezan así, como escupitajos de ángeles que desembocan en una lluvia torrencial. Cada vez que volteo a ver el paraguas negro que cuelga detrás de la puerta de mi cuarto, me da la impresión de estar viendo una extraña ave que espera con anhelo el vuelo. Mejor quedarme aquí, en este cuarto frío de paredes sucias y cortinas deshilachadas. Me queda poco saldo en mi celular para mandar otro mensaje a mi jefe. Seguro que se pondrá furioso cuando le escriba que la muela continúa inflamada, que mi dentista insiste en los enjuagues y el reposo, que para mañana es seguro la suma de los activos de la empresa, pues la muela habrá dejado de ser una molestia. Pero yo sé que no, porque continuaré con mis enjuagues mientras siga lloviendo y con la desesperante figura detrás de la puerta en los días póstumos del recibo de luz vencido. Mejor quedarme quieto detrás de esta ventana, aunque los vecinos de enfrente empiecen a murmurar y la patrulla de la zona sea más constante en esta calle. Porque no vaya ser la de malas que los ángeles, obstinados en su escatología, encuentren la manera de transformar el agua en fuego.

 

EL OTRO LADO DE LA VIDA

 

Soñó que se alejaba por un camino de tierra y polvo. Se sentía cansado pero siguió adelante. Atrás dejaba una playa reducida a un sonido húmedo que se impregnaba en sus oídos, como un molusco pegado en la roca. Le dolió la espina en su pie sin huarache. No los usaba cuando salía a pescar. La noche era clara y comprobó que frente a él estaba el otro mar: la sierra llegaba convertida en parotas, mangos, robles, helechos, bocotes y demás brotes vegetales. Su pie herido empezó a sangrar, pero continuó caminando. Poco a poco se fue encontrando con otro sonido familiar, más terrestre y agudo, pero menos monótono: el concierto nocturno de cientos de grillos que celebraban, con ritmo perceptible, el otro lado de la vida. Miró hacia arriba para comprobar si la redondez de la luna continuaba flotando en el cielo, pero las ramas de los árboles se lo impidieron y sólo algunos hilos de luz se lograban filtrar entre la espesura. Le parecían delgados alfileres que se clavaban en la hojarasca. Aquella visión lo exasperó y trató de apresurar el paso para salir lo antes posible de allí. Despertó a la misma hora de siempre y con el mismo dolor en el pie.

 

ANIMALES EXTRAÑOS

 

Al caer la tarde, cuando regresaba de la oficina, a mitad de las escaleras del edificio en el que vivo, me encontré un monedero negro con hebilla floral y de estilo clásico. Una factura de pago vencida, dos credenciales personales, un rosario con cuentas y cruz de madera y tres billetes de doscientos pesos contenía el pequeño bolso. Nadie se percató del temblor de mis manos cuando doblé y guardé los billetes rápidamente en el bolsillo del pantalón; el resto, lo tiré escalones más abajo. Tranquilo y seguro de que nadie se había dado cuenta de lo que hice, llegué a mi departamento. Me cambié la ropa y volví a bajar. Pasé de largo cuando vi sentada en las escaleras a una mujer pequeña llorando a gritos. Balbuceaba no sé qué cosas. En sus blancas y huesudas manos apretaba con fuerza un rosario con cuentas y cruz de madera. Junto a ella, dos vecinos trataban de consolarla. Salí. El cielo se oscureció cuando tomé el autobús que me llevaría a las afueras de la ciudad, para visitar el circo de animales extraños que, a principios de otoño, se instala por esos lugares tan desolados y fríos. Esta vez, la carpa estaba ubicada mucho más lejos que el año pasado, cerca de las fábricas abandonadas y a un costado de los sembradíos de maíz. Pareciera como si las autoridades del gobierno, temerosas de un posible enfrentamiento entre aficionados y opositores de tan singular espectáculo, estuvieran, con esta medida, previniendo un lamentable suceso. Como ya había ocurrido en otras partes del país. Compré un boleto y entré. ¡Pero qué desilusión me llevé al darme cuenta que las criaturas expuestas eran las mismas del año pasado! Desde luego, más viejas, menos atractivas y en unas condiciones meramente lamentables. La postura decaída de una de ellas me recordó a la pobre mujer que lloraba sentada en las escaleras de mi edificio. De haber sabido, me hubiera quedado encerrado en mi departamento como todas las noches, discretamente parado frente a la ventana, contando las veces que encienden y apagan las luces del edificio de enfrente o seguir el dulce taconeo de las zapatillas rojas de la vecina de arriba. Por suerte, no pagué todo este fiasco de mi presupuesto mensual. De haberlo hecho, me hubiera visto forzado a pedir un préstamo personal a mi jefe, cuyos intereses de por medio desestabilizarían el mes siguiente. Decepcionado, juré no volver a pisar el circo. Comenzaba a llover cuando entré a la ciudad.

 

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Eliot Panzacola (Zihuatanejo, México)

Gestor cultural. Mi primer libro, Julio Cortázar: un cronopio bajo el sol de Zihuatanejo (2021), es una investigación que, a manera de documento, intenta vislumbrar la estancia del escritor argentino en la bahía mexicana. He colaborado en la Revista Literaria Monolito, ADN Cultura, Capote, RIPmx, NEOtraba y El coloquio de los perros.