LEONEL HUERTA: «ALGUNA VEZ LOS CABALLOS GRITARON SU NOMBRE»

 

Robert & Shana ParkeHarrison

 

Sobre la cumbre hay un templo que no deja de girar. El sol y la luna jamás contemplan el mismo rito. En sus muros abundan los colores del arcoíris. La verdad no puede ser buscada en el bullicio. Los monjes esperan el fin del movimiento. Vivir el silencio es caminar en el pabellón del creyente. Los monjes aguardan la palabra exacta para abrir la boca. Hablar se considera como la práctica de los inocentes. Tantos los que escuchan las oraciones de fácil deglución: la mentira verdadera de la fe.

Sobre la cumbre hay un templo que no deja de girar. Las nubes se arremolinan a su alrededor. Los monjes miran la circulación del tiempo. La verdad se esconde en los ángulos del recorrido. Creer al sueño es un acto de fe y la fe es soñar. Los monjes relatan lo dormido una vez en toda su existencia. Sobre la cumbre hay un templo que se debe imaginar. Escuchar cuentos sin tiempo es la riqueza del que mendiga vida. Los monjes esperan, a pesar de saber que el templo siempre girará.

 

La hierba, la mala hierba crece. El último hombre sobre la tierra aún la corta todas las mañanas. La única silla de playa, de líneas blancas y rojas, yace sobre un pasto impecable. La última mujer sobre la tierra toma el sol de diez a doce. Han levantado muros para no ver la maleza ajena.  La última pareja sobre la tierra bebe limonada helada a las cuatro de la tarde. Todos los días una nueva fila de ladrillos se eleva en aquel muro que parece no acabar. El último hombre y la última mujer sobre la tierra tienen sexo día por medio un poco antes de que anochezca. La maleza ha entrado por la cocina y comienza a subir por la escalera. El último grito de placer queda silenciado por la entrada del pastizal.

La primera mujer sobre la tierra camina desnuda sobre el piso verde. El primer hombre sobre la tierra duerme sin ropa mirando el cielo. La mala hierba, qué es la mala hierba.

 

Harina para el pan; agua y aceite para el bautizo culinario. Mezcla todo, poco a poco, en el ombligo; viejo recipiente marginal. Amasa lento, sube y baja, retuerce el magma hasta lograr la consistencia del pasado. Con el uslero sigue laborando y convierte la mezcla en paño blanco; que no trasluzca, ¿la invisibilidad qué puede llenar? No permitas que otras manos ensucien la unión; cuidado con el mal de ojo que no respeta cocina envuelta en suciedad. Y vuelve con dedos y palmas al trabajo inicial; presiona sin que llore, que no se lamente: la comida no es para lagrimear. 

Churrasca pa´l chaparrón, churrasca pa´l nubarrón. 

Aplana los bollos, listos para transmutar en la mesa. Con un golpe cariñoso —tú sabes cuál—, allana la redondez; la perfección del círculo, en polvo amasado, es dos veces perfección. 

Calienta el aceite, mientras afuera el otoño te acomoda las hojas en posiciones imposibles de imitar. En el sartén deja que la crudeza baje al averno para revivir en miga de ángel. Si no hay mantequilla, una margarina será la compañía perfecta para el puesto del pan. 

Churrasca pa´l amor, churrasca pa´l corazón. 

 

La feria, qué linda la feria. Colores por miles cubren los puestos. Aromas que despiertan a cualquiera. Y la gente, qué linda la gente. Corren los niños con una sandía en la boca. Gritan, entre dientes faltantes, chistes irrepetibles. Si juega el Colo o la U, la guerra de buenos insultos prende la venta. «Casera, caserita, no olvide el melón para el arreglado»; «Aquí frutillas con tinto». La feria, qué linda la feria.

El pasaje mantiene puertas cerradas, cortinas a medio abrir. Hongos rondan los techos. Retrete de olor café intenso. Viejos y viejas de pura pensión miran la feria, la linda feria. Ya no van, no alcanza. Esperan, esperan, siempre esperan. Inmigrantes llegaron para escapar de la vergüenza. La mujer, el hombre, los niños. Escorias de la modernidad; la feria tampoco los quiere. Agachados cruzan el parque sin poner un pie en el prado: prohibido hacer daño a la verde alfombra. Doblan sus espaldas para obtener los frutos del cemento. Tomates bien maduros, tallos de brócoli, berenjenas blanditas; si no hay gusanos se puede usar. Los que no consumen, no sirven; perdón, quise decir los que no gastan. Rastrojo. Sobras. Comida. Apúrate antes de que llegue el camión de la muni. Apúrate antes que se te acabe la vida.

La feria, qué linda la feria. Martes y sábado. Vamos a la feria. ¡Qué linda la feria!

 

Cuando el presente se convierte en un mezquino de la alegría y el futuro no es más que un acto de magia por ejecutar; las imágenes aparecen para el consuelo. Una tortuga de agua saca la cabeza para tomar aire y luego se hunde por horas. Sobre lo anterior no hay mucho que decir. Años que no vuelvo al valle que se hunde; la garganta se oprime y un vértigo se hace dueño del equilibrio. Seguir el camino de los árboles. Detenerse en el arroyo y escuchar el agua susurrante. La tortuga vuelve a salir. Las vistas se cruzan. Al frente la mujer que no fue, observada por un hombre desaparecido. Dejar que la luz caiga y que asomen las estrellas. Esperar a la tortuga; inhalar y exhalar. Respirar juntos. La oscuridad que ciega, el silencio que enloquece. La intranquilidad del recuerdo. Hay momentos que no pueden ser preservados del olvido. El pasado es una extremidad más en mi carne. Tomar tu aliento bastó. La tortuga no aparece cuando la noche es fría.

 

Alguna vez los caballos gritaron su nombre desde la libertad profunda del vientre; alguna vez rieron con nosotros. Hordas y caballadas; dos y cuatro son cinco; la segunda derivada no tiene sentido sin función primera. El resultado final de una ecuación no termina con las rayas paralelas; no quiero nombrar la palabra igual. Y los caballos perdieron su identidad, y las praderas se convirtieron en cuartuchos de hotel; mujer y hombre preocupados de macho y hembra. Y el lenguaje los domesticó a punta de palabras vacías en una onomatopeya que se perdió con Crátilo y Platón. Jamelgo la más terrible; un jamelgo no se vende, no se come, no se mata; se encierra, se ensilla, se estruja, se explota hasta explotar.

Alguna vez gritamos nuestro nombre.

 

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Leonel Huerta Sierra (Santiago, 1964). Miembro del Taller Literario Peuco Dañe y los colectivos Niño Diablo, Hostilidad Pública y Subverso. Dirige la publicación Gaceta Literaria Peuco Dañe. Ha sido publicado en revistas y diferentes antologías.